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De vender en carreta a mayorista de frutas en Surabastos

May 1, 2021

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DIARIO DEL HUILA, CRÓNICA

Por: Hernán Galindo

A los siete años de edad William Castro Figueroa ya recorría el microcentro de Neiva. Empezó vendiendo pasteles, cilantro, envueltos, agua…y después ya ofrecía patilla en un charol, un negocio que con el tiempo sería más grande y rentable

Hoy, con 44 años, despacha con su pareja decenas de kilos de fruta en una bodega en arriendo en Surabastos. Esta es su historia.

Los inicios

Yiyo, su apodo, “no un alias”, nació en Florencia a donde llegaron sus padres buscando oportunidades de vida.

El papá, Saúl Manuel, de Alpujarra, Suboficial del Batallón Tenerife, se había evadido del Ejército y viajado al Caquetá con su amor, Nora, barayuna empleada de casa, donde formaron un hogar de cuatro hijos.

El rumbo de la vida les cambió después de que al padre lo balearan en una disputa callejera. Un tiro le rozó la columna y otro le afectó un pulmón. Se salvó de milagro en la Clínica Militar en Bogotá. Regresó a Neiva casi parapléjico.

Fue así que la familia no le quedó más que instalarse en la invasión del Divino Niño en la Comuna Ocho.

Luego de la experiencia en la venta callejera, curtido en la Galería Central y con casi 13 años, William ya tuvo un plante para comprar volumen de frutas.

“Compraba 4 o 5 ‘zurradas’ de patilla y piña que entregaba a otros ‘galameros’ para que los vendieran. Ganaba con el trabajo de ellos y el mío. Era buena plata diaria. Descansaba un tiempo hasta que se acababa, volvía y me le metía al toro. No tenía afán, vivía solo y sin compromisos”, recuerda, con apasionamiento.

Pasó el tiempo, siguió en el comercio y consiguió pareja, la mujer que lo acompaña desde entonces, aunque reconoce que a veces ha sido “muérgano”.

Yiyo tenía 17 años y Leidy Johana Garzón Perdomo, 14. La conoció en la plaza, donde ella ayudaba a la mamá. Pasaba y la veía de lejos con ilusión. “Era muy hermosa, una de las muchachitas más bonitas. Vamos para 27 años viviendo juntos”.

La ‘cosecha’ ha sido productiva. Leidy Andrea es abogada; Fernely está por terminar derecho; Manuel estudió enfermería y Juanita, de 14 años, está terminando bachillerato.

“A mí no me disgusta el comercio y los negocios. Pero también pensé: lo que no pudo ser uno que sean ellos. Aquí en la plaza hay la idea equivocada de algunos de que porque es galembero quieren que el hijo sea galembero y los nietos. ¡Pues, no!”

La bodega en Surabastos

Después de vueltas y revueltas de la vida, de viajes al Putumayo y Caquetá, con éxitos y fracasos, de haber sido mayorista y volver a la carreta en las calles, Yiyo aterrizó en Surabastos, luego de la demolición de la galería en 1998.

Con el tiempo llegó al actual local, ‘Compra y venta de frutas Yiyo’, Bloque B Bodega B-113. Un amigo, El Diablo, le arrendó hace 17 años. Fue cuando empezó a trabajar con Leidy y de a poco fueron creciendo y progresando.

“Tenemos una buena casa en Las Margaritas, con espacio para nosotros y apartamento para cada hijo; el carro familiar, aunque me gusta la moto, y camioneta Turbo para las ventas”, señala, sin vanidad.

Confiesa que el local, por el que paga mensual $1.500.000, produce buenos resultados, pero, así como recibe, se gasta la plata. No ha sido muy ahorrativo.

“Antes de la pandemia vendía tres ‘turbadas’ de patilla semanal. Y dos ‘camionadas’ de piña. Con la pandemia las cosas bajaron. Vendo una turbada de papaya y casi menos de un camión de piña. Vendía 10, 12 toneladas de papaya, ahora 3 o 4. Es preocupante la situación económica de la gente”, afirma.

La pareja inicia la jornada a las 3 de la mañana, de sábado a lunes, un trajín duro hasta antes de mediodía. El domingo abre la hija para cumplir a los clientes.  Sólo descansan unos días al año, 25 de diciembre, 1 de enero y el Viernes Santo.

¿Cómo son los clientes? Hay unos muy complicados y otros, tranquilos. Como en todo negocio. Pero a todos toca atenderlos bien y manejarlos, así sean cansones a veces porque quieren más de lo que pagan por peso.

Aunque en cortos periodos intentó trabajar en el campo, cuando la venta callejera se ponía dura, no le gustó. “Eso de volear machete y azadón no era para mí”, dice, con marcado acento huilense.

Pero como todo en la vida evoluciona, piensa que en el futuro estaría en Alpujarra en la finca que le heredó su papá, claro, sin abandonar la bodega porque “luego de probar muchas cosas, de intentar, el trabajo es lo único que me dio resultado”, reflexiona Yiyo, y se marcha para seguirse ganando la vida por libras.

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