Por el P. Toño Parra Segura
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Retomamos el tema de la misericordia tan propio de la Cuaresma y que nos prepara a la gracia pascual, cuyo fruto debe ser la liberación de toda esclavitud.
Todavía estamos impresionados por la bondad de un Padre bueno que recibe igual al hijo que regresa desgreñado, como al orgulloso y arrogante que se negaba a entrar al banquete del amor misericordioso.
En esta última semana el escenario parece ser el templo, donde Jesús muy temprano madrugó a orar y a enseñar al pueblo su mensaje.
Es una mujer ahora la víctima de los escribas y fariseos que irrespetando el lugar que era tan sagrado para los judíos, se la presentan a Jesús acusándola de fragante adulterio y alegando la ley de Moisés para que muera apedreada.
La respuesta de Jesús era definitiva para los pretextos que llevaban, de acusarlo también a Él como violador de la ley de Moisés, en caso de que la respuesta fuera negativa.
Ignoraban ellos que Jesús no era un Mesías cualquiera, sino el Hijo de Dios con poder de perdonar pecados y de sanar todos los males del alma. Por primera vez la Escritura habla de que Jesús se inclina para escribir algo en el suelo con el dedo, mientras les daba la respuesta acertada: “El que esté sin pecado que le tire la primera piedra”. No resistieron el impacto profundo de la respuesta porque los delataba como hipócritas y más pecadores que la adúltera.
Cómo sería la vergüenza de esos viejos verdes y morbosos que se escabulleron a la carrera, dejando a Jesús sólo con la mujer acusada. Qué hermoso rasgo de trato con la mujer, no se escandaliza, la levanta y le pregunta qué se hicieron los acusadores que seguramente eran sus cómplices. ¿Nadie te condenó?. “Yo tampoco, Vete y no vuelvas a pecar”.
Con esta actitud Jesús nos muestra los rasgos de su misericordia. Ante la ley alegada como pretexto, Jesús no la desautoriza, ni la niega, sino que la supera con un gesto de misericordia. Lo propio de la misericordia es no atarse al legalismo ni siquiera a la pura justicia; la ley y la justicia estrictas entregadas así mismas sin bondad y misericordia, son frías e inhumanas, incapaces de cambiar a nadie. La misericordia de Jesús, no espía, no condena, sabe esperar hasta el final la posibilidad del cambio y de la conversión.
Este Evangelio es una dura crítica al fariseísmo, a la hipocresía y a todos aquellos que andan con códigos debajo del brazo para condenar a los demás. A veces las leyes humanas opacan la palabra de Dios, que es esencialmente de perdón y de amor.
Hay muchos que andan con morraladas de piedras, listos para tirarlas a los demás, porque ellos se creen los santos, los únicos buenos, los que nunca se equivocan, porque andan parapetados en la ley, todavía la antigua de Moisés.
Que sepan todos los fariseos modernos que Jesús conoce bien lo que llevan por dentro de morbosidad, de hipocresía y de apariencia; Él sigue escribiendo en el suelo de la realidad íntima, los pecados de los que siempre están acusando y echándole la culpa a los demás. Les está recordando que de pronto las prostitutas arrepentidas van a entrar primero que ellos en el Reino de los cielos.
La lección es clara: no juzguemos, no condenemos a nadie, no aparentemos lo que no somos, porque la medida va a ser muy severa para los tira-piedras morales en el tiempo de ahora.
La misericordia es más poderosa que la justicia y por eso exige la conversión libre y total de los pecados: “Anda y no peques más”.
