Por: Julia Navarro
No, no voy a escribir del funeral de Isabel II, ni del rey emérito, ni de la situación escandalosa de nuestra Justicia, ni de la cada vez más preocupante crisis económica. Hoy escribo sobre una mujer de la que ustedes a lo mejor ni siquiera han escuchado su nombre.
Tenía veintidós años y una vida por delante, pero a Mahsa Amini la enterraron el pasado sábado, en su pueblo Saqez, situado en el Kurdistán, asesinada por la Policía de la Moral iraní por llevar el «hiyab» de manera «inadecuada» reza el comunicado oficial.
Me pregunto si la Unión Europea, Estados Unidos, y ya puestos incluso la OTAN o cualesquiera de los organismos occidentales piensan reunirse en algún momento para tratar sobre el asesinato de Mahsa Amini. ¿Acaso están pensando en expulsar a Irán de los organismos internacionales de los que forma parte? ¿De romper relaciones diplomáticas? ¿De imponer sanciones que dejen maltrecha la economía iraní?
Son preguntas retóricas, claro está, porque la realidad es que a ninguno de estos organismos les importa el asesinato de Mahsa Amini.
Cuando la detuvieron, ante la insistencia de sus familiares, la deleznable Policía de la Moral, les informó que estaría detenida recibiendo clases de «reeducación». Pero la reeducación consistió en matarla a golpes. Un fallo cardiaco, alegaron. Sí, un fallo cardíaco provocado por los golpes de sus torturadores. O torturadoras, porque la Policía de la Moral de Irán está integrada por un buen número de mujeres.
Puede que su muerte no sea del todo inútil, ya que muchas mujeres asistieron a su entierro quitándose el hiyab, y muchas estudiantes de la Universidad de Teherán se manifestaron guardando también sus pañuelos.
A lo que cuentan, el presidente de Irán, Ebrahim Rasi, ha ordenado una investigación. Que menos, añado yo, pero amén de que depuren responsabilidades, la única decisión que serviría para evitar más tragedias es disolver ese odioso cuerpo de la Policía de la Moral y por supuesto acabar con la dictadura que impone a las mujeres iraníes, y a tantas otras de otros lugares, cubrir su cabello y no dejar a la vista ni un solo centímetro de su cuerpo. Como si los cuerpos y las cabezas de las mujeres pertenecieran al Estado.
Lo sorprendente, ya digo, es que no ha habido ninguna reacción reseñable por parte de ningún representante de gobiernos occidentales, tampoco del nuestro, donde se sientan ministras supuestamente feministas. Claro que el feminismo de nuestras ministras es un «suponer», tanto de las de Podemos como de las socialistas. Tampoco desde el resto de los partidos políticos de nuestro país se ha escuchado una palabra más alta que otra.
Pero, para no perderme en disquisiciones caseras, una vez más se evidencia la doble, triple o cuádruple moral de Occidente, que defiende los derechos humanos cuando le conviene invadiendo países y lo que haga falta, pero también, cuando no le conviene, es cómplice silencioso de los mayores desmanes y regímenes que no pasarían la prueba del algodón de unos mínimos democráticos. Ya saben que lo de esgrimir «razones de Estado» da para mucho. Para tanto como mantener un silencio ominoso ante el asesinato de una joven de 22 años que llevaba colocado el «hiyab» de manera «inadecuada». ¡Qué espanto!