Por: Gerardo Aldana
Entre los gritos de victoria de las guerreras Amazonas griegas, ondeaba soberano el espíritu femenino que transformaba entornos bajo su imperio, escindido de la influencia de los hombres, entonces solo acudidos con fines de reproducción en pos de una nueva mujer para su genuina casta. En otro escenario, las vestales en la antigua Roma de Pompilio y Plutarco, conformaban una reducida élite de féminas que servían al altar, a los templos y, por ende, resguardadoras de la seguridad espiritual del imperio que tenía en ellas a las custodias del fuego; fuego que era sagrado y tras el cual estas mujeres que se conservaban vírgenes hasta la edad de los 30 años, prestaban un excepcional concurso en la generación de un ideal asociado al nacimiento de virtudes en los dos sexos. De otra parte, siglos antes de Jesucristo, dos mujeres: Devaki y Maia, dieron a luz a dos hombres catalogados como Hombres – Dios: Krisna y Buda, que se suman luego a la procreación de María quien trajo al Salvador del Mundo, Jesús de Nazaret. El siglo XX fue testigo del servicio de la madre Teresa de Calcuta, cuya entrega a su prójimo y en especial a los más desvalidos y pobres, es inspiración de amor, tolerancia, perdón y altruismo. Y si vamos a las veredas de cualquier país de Latinoamérica, encontraremos madres campesinas que se multiplican en un hogar para sacar adelante núcleos familiares de varios hijos y su esposo. En todo esto, se puede ver con facilidad el enorme poder natural que tiene la mujer para generar vida y también muerte, como en los tiempos de las Amazonas; una muerte que, al estudiar profundamente los misterios de la época, traía consigo un nuevo nacimiento.
Ciertamente, la mujer, además de encarnar la facultad de crear desde su propio cuerpo e identidad, alberga dentro si la facultad de re-generar la vida de sí misma como la del hombre con quien comparte, más allá de su modus vivendi, su intimidad, su sexualidad. Sendos tratados sobre culturas ancestrales como los persas, egipcios, griegos, hindúes, druidas y aztecas, entre otras, confieren a la mujer el don de aportar desde el acto sexual, sustancias extraordinarias que al mezclarse con las del hombre, pueden llevar a que los dos organismos unidos en trance amoroso, mejoren no solo sus condiciones de salud física y psicológica, sino también logren vivir estadios de elevación espiritual que pueden consagrarse en matrimonios llenos de felicidad y hogares marcados por la armonía. Según hombres como el médico suizo de finales del siglo XV, Theophrastus Phillippus Paracelso, el hombre y la mujer pueden unirse sexualmente y disfrutar de la dicha sexual sin que sobre venga en ellos la emisión de la energía creadora que regularmente aflora en ambos mediante el orgasmo, para dar paso a un proceso de transformación de la simiente de los amantes, la cual va pasando de su estado material hacia otras de formas radiantes, sublimes capaces de transitar internamente por escenarios del sistema endocrino asociados a la anatomía de la columna vertebral, despertando centros electromagnéticos que confieren una regeneración de tejidos físicos y la edificación de otros niveles de la fisiología humana, conducente a un prospecto de un verdadero hombre, de una verdadera mujer, superando con ello el estadio actual al que Paracelso llamó homúnculo, es decir, una criatura en proceso de llegar a ser hombre.
En otros matices; científicos, sexólogos, psicólogos y místicos de todo el mundo, recomiendan la práctica del acto sexual sin orgasmo, como una auténtica forma de conservar el poder, la potencia sexual en el hombre y la mujer, con lo cual el acto es mucho más prolongado, dichoso y la relación marital más estable y duradera, todo lo cual, en todo caso, solo es posible desde el ineludible aporte de la energía creadora y el fuego sexual de la mujer.