El Rincón de Diana
Por Diana Montes
Hace más de 30 años se viene hablando del Fenómeno del Niñoy el de la Niñay siempre salen los ambientalistas a denunciar sus causas, pero fuera de algunas manifestaciones de arrepentimiento, jamás los gobiernos han reunido a los especialistas para acordar políticas serias que busquen una solución acertada a una problemática de la naturaleza que incide objetivamente en la vida, no solo del hombre, sino de todos los seres que nos rodean. Y la naturaleza tiene sus leyes, conocidas o no, que funcionan inexorablemente, sin consideraciones de ninguna especie. En el cumplimiento de esas leyes funcionan todas las relaciones de causa y efecto, en forma perfecta e indeclinable, porque en esos casos, la naturaleza es ciega en el cumplimiento de su propia justicia y sin ninguna apelación.
Por la anterior se colige que las etapas de calentamiento y las subsiguientes, de enfriamiento, cada año son más largas y más temerosas para la supervivencia de la vida. Y todo porque no nos hemos educado aún en el manejo de ella. Esta civilización de la apropiación de sus bondades se ha ensañado en utilizarla en forma inadecuada sin tener en cuenta que existe para beneficio de todos y no de unos pocos. Somos ciegos en su utilización, pero ciegos conscientes, porque sabemos que cualquier daño a la naturaleza se revierte en nuestra contra.
Para quienes valen más las leyes de la civilización que las de la naturaleza, este mundo civilizado abre las puertas a un progreso entorpecido por el afán de lucro. Por eso desperdiciamos el agua, acabamos con los humedales, todo lo botamos al río, quemamos los montes, talamos los árboles, interferimos los ríos con represas, atentamos contra las fuentes hídricas, patrocinamos la erosión de los cerros y laderas, contaminamos el aire, explotamos inadecuadamente las minas y fuera de todo esto, nos atrevemos a inventar productos que lejos de servir a la salud, llevan la vida a un deterioro inesperado.
El sector campesino es el primer perjudicado porque sus ciclos de cultivo se interfieren y su producción se ve disminuida y, desde luego, su estabilidad económica amenazada. Pero como todo es una cadena, el sector urbano también se sentirá perjudicado porque sus mercados se merman y sus productos encarecen.
El problema es de dimensiones enormes, exige un cambio de conciencia, con los jefes de estado a la cabeza para que dejen de pensar tanto en las guerras y hagan actos de solidaridad con nuestro planeta. Aquí ya no vale el arca de Noé donde podrían salvarse unos pocos privilegiados. El llamado es a corregir mancomunadamente los errores y emprender acuerdos, mediante el desarrollo obligatorio de un cronograma que responda a las políticas de los Estados, con inversiones que surjan de la cooperación internacional. Se necesita un liderazgo, un organismo respetable que coordine, oriente y defina el proceso. ¿Será posible?