Por: GERARDO ALDANA GARCÍA
En esta Colombia de ruidos y escándalos, de noticias trágicas cuyas tardes de lágrimas pueden, indiferentes, celebrar la llegada de una noche de luces fulgentes dispuestas como un velo para distraer el asombro del oprobio y enaltecer la futilidad mediante un grito de gol o el chisme de un presidente que consume cocaína, nos hemos acostumbrado a considerar que esto forma parte de la vida nacional, que es algo del paisaje. Pero algo muy particular ocurre cuando alguno de los protagonistas del variopinto drama, muere. Si, entonces el asombro del colectivo social parece sacudirse como si un mazazo le hubiese caído por la cabeza. De hecho, hasta los propios enemigos de quien ha muerto, se desubican al ya no tener con quien conflictuar; tal vez por que el muerto le daba sentido a su discurso basado en justificar sus causas, demeritando las del otro. Creo que eso ha pasado con el deceso de Piedad Córdoba. Entonces, al saber que, ya no va más, como dice el narrador de futbol, resulta inexorable la exploración del mundo de significados que encarnó, por los que vivió, la ahora fallecida.
Piedad Córdoba, la polémica mujer, nacida bajo el signo de Acuario, hija de un hombre negro-negro y una mujer blanca-blanca, traía signado desde su nacimiento, el trajín del antagonismo, de la contradicción; y, sin embargo, también la esperanza de la reconciliación. A juzgar por la constante convicción de liberalismo e izquierda que la marcó, creo que sería justo decir que no era una mujer de medias tintas. Y claro, en el dinámico mundo político que le correspondió vivir, era versátil para encontrar los caminos que le pudiesen granjear la preeminencia de su pensamiento. Por ejemplo, el mero hecho de resguardar su negro, bello y trenzado cabello, bajo la luminosidad de un turbante, era en si misma una manifestación de protesta por la minusvaloración del ser humano por asuntos de color de piel. Ella, radiante y exótica, parecía burlarse de la contradicción social que aún en el siglo XXI parece obnubilarse con las inadmisibles estupideces de la discriminación por raza, color o religión. Y no es de asombrarse que, a la muerte de Piedad, muchas manifestaciones en sentidos encontrados preludien lo que será su funeral. Algunos como Clara Rojas, se muestran afectos; la recuerda con gratitud por su presencia en aquel día en que las Farc la liberaban de un secuestro de seis años. Y paradójicamente, otra de las liberadas en el mismo secuestro expresa: de qué le sirvió haber vivido si causó tanto dolor. Me hace recordar el epitafio de un hombre sepultado en la amazonía colombiana que, al decir del escritor Fernando Sánchez, rezaba: A la maldita memoria de Edmundo Mondoñedo.
Este funeral de Piedad no ha de ser uno cualquiera. Es claro que ella no fue una mujer del común y corriente, siendo que todas las mujeres son hijas de la madre Natura, la engendradora de dioses y demonios, de cervatillos y leones. La reciedumbre y carisma de esta dama a quien no se le podría llamar negra, ni blanca, si no: Piedad Córdoba, indefectiblemente seguirán siendo un referente femenino de respeto; seguramente de admiración, aunque también generador de sentimientos de antipatía. Me parece que es correcto decir que mujeres de este tipo les hacen falta a las democracias del mundo, y especialmente a los países en vías de desarrollo. Piedad Esneda Córdoba Ortiz, como era su nombre completo, solía decir que, a ella, justo al entrar a ciertas reuniones o manifestaciones en las que sería cuestionada, era la primera a la que abucheaban, pero al salir, era la única a la que aplaudían. Sus oponentes políticos saben a quién estuvieron enfrentados en debates y en estrategias de convencimiento de electores o en proyectos de reformas, como en todo tipo de manejos de información en temas de interés nacional e internacional; y creo que la respetaron; algo así como cuando un joven león aún no logra vencer al macho de la manada, porque siente el poder sus garras en su piel, en sus huesos. Ahora ella, que también desafió y perdió, y luego ganó significantes rounds en la vida nacional, se ha hecho a un costado; más, entendiendo sus frases, fenece su cuerpo, no su alma, cuyos caracteres de nacionalismo, ya están escritos en la memoria de Colombia y Latinoamérica. Paz en su tumba.