Por: Winston Morales Chavarro
Como van las cosas, es muy probable que en unos años, quince quizás, nos convirtamos en buscadores de agua. Todos, sin excepción, emprenderemos el difícil camino, la inhóspita búsqueda del agua.
El clima de los últimos tiempos, impredecible con el paso de los días, nos demuestra que es posible que la temperatura actúe peor o igual que un adolescente: Caliente, frío, nieve donde nunca antes ha caído, calor, exceso de calor, en regiones que siempre se han caracterizado por el frío y las nevadas de casi todos los meses.
Ciudades como Villavicencio, Neiva, Barrancabermeja, Cartagena de Indias, Espinal, Barranquilla, entre otras, se han vuelto casi inhabitables; ni siquiera los mismos nativos, la gente que ha vivido y crecido en ellas, son capaces de soportar esos estragos de la naturaleza, provocados por la irracionalidad del más grande de todos los depredadores: el hombre.
Los seres humanos nos preocupamos por el calor, maldecimos las altas temperaturas, nos quejamos del sudor, de la falta de agua, pero nos empecinamos en la tala de árboles, en devastar la naturaleza, en arrojar basuras, en contaminar los ríos, los pocos –irrisorios– afluentes que quedan.
En Villavicencio existe la cultura del agua. Cientos de buscadores de agua salen los fines de semana en procura de algo que mitigue las altas temperaturas del llano –jamás equiparables a las de Neiva, Aipe, Espinal, Cartagena o Girardot. Sorprende que se apiñen –esa es la palabra– en reducidos espacios de la naturaleza –hay más piedras que agua– y que en grupos de amigos, vecinos, hermanos y esposas, busquen la caricia benévola de la humedad, el hilo luminoso del agua, el beso enternecedor de la naturaleza. La Pachamama es piadosa con todos los hombres; el árbol le proporciona sombra incluso al mismo leñador.
Pero el trote irremediable de la muerte serpentea entre nosotros. Cada día es más desolador el panorama, cada minuto más crudo, menos esperanzador.
Seremos buscadores de agua en muy poco tiempo; encerrados en un refrigerador cuando las circunstancias así lo ameriten, o en un horno microondas cuando las bajas temperaturas sean intolerables.
Podemos hablar que un vasito de agua, que antes no se le negaba a nadie, pasará de dos mil pesos –algo difícil de creer– a diez, veinte o incluso treinta mil.
El río Las Ceibas puede dar constancia de ello (los neivanos tuvimos cuatro, ya no nos queda ni uno).
Ciudades como Bogotá no cuenta con ríos, la gente debe creer que no les son necesarios porque la ciudad está protegida por un supuesto frío, el mismo que en cualquier momento se convertirá en su antípoda. Calor, exceso de calor.
Todos estos fenómenos que se están presentando, tienen su explicación en las raíces del hombre. La cultura del ya, del instante, de lo desechable, ubica al hombre en un presente eterno, inmodificable, inmutable. Por eso no hay preocupación por las generaciones futuras, por los niños que nacen, por los que vienen. Es más, en nuestra infinita arrogancia, en nuestro arribismo, en esa enferma ceguera, nos creemos dueños del todo, y que la Tierra (incluso el universo) está a nuestra merced. No sabemos que somos aves de paso, que pagamos un alquiler a término indefinido. La Tierra, su sustancia, su esencia, también pertenecen al ave, al lagarto, al jaguar, al gato, al cocodrilo. La Tierra pertenece a ella misma, las secuoyas a ellas mismas, los helechos, los algarrobos a ellos mismos. De no tomar medidas drásticas, los colombianos, como muchos terrícolas, tendremos la necesidad de ser buscadores de agua, sembradores de agua.