Por: Amadeo González Triviño
Alguien sostiene que nunca tendremos el amor de nuestros sueños. Otros afirman que solamente el amor que encontramos es aquel que nos corresponde, suficiente para nuestras necesidades y que todo es parte de ese proceso en el cual, nosotros mismos nunca hemos aprendido a amar, y mucho menos hemos aprendido a amarnos y/o que finalmente no aceptamos ser amados conforme lo manifiestan o lo hacen los otros o como aquellos puedan vivenciar dicho sentimiento a su manera. Por lo tanto, las consecuencias de dicha situación se han de reflejar en la resignación, en la aceptación de la derrota o quizá, en la forma de acomodarse a convivir con la precariedad del amor o mejor, sin la menor idea de todo lo que es posible y de lo que se es capaz en el amor y por el amor mismo.
En “Los cardos olvidados” hay varias historias de amor. Una sesgada por la fidelidad hacia la patria, hacia el terruño, hacia lo nuestro, que nos identifica permanentemente en ese deseo vehemente por defender y atrapar el arraigo hacia nuestro territorio, a nuestra patria. Es un amor que todos llevamos dentro y que lucha contra la injusticia, contra la expoliación de que somos víctimas cuando el invasor nos va cercando y nos va silenciando por defender lo nuestro, por defender lo que nos corresponde o lo que nos toca y busca relegarnos al silencio, a la humillación o a la esclavitud.
También encontramos el amor encarnado en el machismo, en la sumisión que desde la línea paterna se va inculcando cuando se fortalece por la imagen de sumisión de la esposa, por la forma como se protege el capricho de los hijos en una veleidosa liberalidad que subyuga a sus hijos y quiere a su vez, someter y direccionar los sentimientos de las hijas, como un trasfondo de ese idilio que surge, cuando los padres establecen los parámetros o lineamientos y la selección del que debe ser el amor con la persona que ellos asignan o fomentan y patrocinan para sus hijas e incluso para sus hijos, en formas que aún, en pleno siglo XXI, siguen vigentes en nuestra sociedad, y que de no hacerlo terminan por el desheredamiento o el repudio social desde el seno de la familia misma.
Y en medio de todo, en lo profundo de la historia que ya conocemos donde la violencia parece ser la esencia de la vida cotidiana en la obra de Ricardo Moncaleano, está el amor que rescata ese sentimiento edificado con los sueños, con las ilusiones y permanece latente, vivo y se sobrepone incluso a la muerte misma.
Rosendo y Dioselina, los protagonistas de este idilio, hacen parte entonces de un trasfondo que, si bien es cierto, no es en realidad el verdadero elemento de la obra, cobra vigencia y se va centrando en ser parte de la trama, del conjunto de esos instantes que el escritor no puede pasar por alto y que el lector, no deja de seguir, de vigilar y de preguntarse el desenlace final de ese romance.
Es que el amor, como un sentimiento que lucha contra lo instituido, que llega, se trasforma y evoluciona, tiene sentido cada día, de una u otra forma, en nuestras vidas, es esa persistencia que lucha contra el olvido, que se enfrenta a la soledad y al silencio y sale avante contra los esquemas sociales y contra las ritualidades que todos conocemos, y nos llevan a entender todos los días, a cada instante y en cada momento, que no lo podemos dejar perder, que necesitamos reconstruirlo, que necesitamos fortalecerlo, modificarlo y enaltecerlo en lo más profundo de la vocación existencial.
El amor es entonces la premisa de que el amante y la amada, puedan llegar a sentir y vivir mundos diferentes, pero siempre con un solo destino, con un solo fin, con un solo presupuesto de vida, sea o no sea, esa la razón o el fin que se alcance en la historia de sus protagonistas. El amor no puede someterse a la rutina, el amor es búsqueda total, es entrega silenciosa y sin mayores espectáculos, es intimista, es profundo y es ese camino insaciable de mundos mágicos y reales que se van estableciendo por encima de los procesos sociales, rompe todo lo instituido cuando hay correspondencia entre los seres que viven la espiritualidad como dioses en la fugacidad del tiempo y del espacio, por eso el amor lo es todo, todo.
La sociedad establece modelos, construye parámetros y los sentimientos son los que tienen en su momento que romperse por obra y gracia de esa búsqueda. El amor debe estar forjado sobre el respeto, la comprensión y hace posible soñar y seguir dándole vigencia a esos amores que nunca mueren a esos amores que persisten y luchan para siempre, como lo hacemos a diario, como lo seguimos haciendo y como lo hizo Rosendo cuando comprendió que su sociedad le imponía un comportamiento que no estaba dispuesto a aceptar. Así las cosas, ante ese amor, la vida termine por no ser nada, frente a las formas de construir los sueños, y Rosendo sabrá cuál es ese momento y Dioselina, solo ella, como la Diosa, sabrá que el amor es eterno y es un sueño que ha de vivirse toda la vida, sin importar la presencia del dolor o de la tragedia que a veces nos laceran el camino.