Por: Víctor Corcoba
Nuestra vida, que es un gran oleaje de vivencias permanente, halla su gran reserva en el azul del manto, reflejo celeste en la tierra, que envuelve más del setenta por ciento del planeta. Casi nada.
Verdaderamente, sin el pulso de los océanos no podríamos vivir. Prueba de ello, es que producen al menos el cincuenta por ciento del ciclo viviente, tanto de oxígeno como de biodiversidad y de proteínas. Pensemos que ese incoloro, inodoro e insípido manjar, representa, ya no solo un sostenimiento más, sino también un elemento esencial de nuestra propia poética interna, lo que nos permite renacer siempre y proseguir calmando esa sed de amor que reseca nuestros labios, manteniéndolos vivos en la savia.
Custodiar, por tanto, ese territorio oceánico resulta más que imprescindible para poder continuar subsistiendo.
Conservar y utilizar de manera sostenible los océanos, los mares y los recursos marinos, ha de ser nuestra gran tarea en los próximos años. Son los pulmones de nuestro planeta, un manantial importante de sonidos que nos purifican por dentro y por fuera. De ahí, la necesidad de trabajar por su mística transparente de donación, libre de extensiones inertes de plástico flotante, que lo único que hacen es destrozarnos ese horizonte de confianza, que todos nos merecemos por propia dignidad humana.
Nadie puede truncarnos esta ilusión, ya sea por tierra o por mar. Nos entristece observar esa gran reserva oceánica hundida por nuestro afán contaminante. Por eso, nos alegra el espíritu de esas gentes soñadoras que luchan por los destrozos, que trazan el comienzo esperanzador del Decenio de las Naciones Unidas de las Ciencias Oceánicas para el Desarrollo Sostenible, extendiéndolo hasta el 2030. No trunquemos su desvelo. Si acaso, sumemos a su solidario compromiso, que lo azul es más inmaculado que lo blanco, que las lágrimas son más pulcras que las sonrisas y el amor más enérgico que la siembra de terror.
El mar, la mar galáctica, esa que esconde un sinfín de sensaciones, ha de fundirse en la pureza del verso, propiciando otros abecedarios más del alma que de la tierra. Ellos, que conforman el territorio poblado del agua, absorben alrededor del treinta por ciento del dióxido de carbono producido por nosotros, amortiguando de este modo los impactos del calentamiento global, y que además son clave en el sustento, por lo que requieren de nuestra responsabilidad para frenar el deterioro de la calidad existencial.
En cualquier caso, tampoco es de recibo continuar alimentando todos los vicios autodestructivos. Se nos demanda de otros comportamientos más responsables hacia nuestro propio ambiente natural. De no tomar conciencia de aquello que nos acompaña, se pondrá en riesgo la continuidad de nuestro distintivo linaje. Porque, en definitiva, estamos llamados a hacer un uso sensato de las cosas y a reconocer un cambio de actitud en el modelo de desarrollo global.
Personalmente, detesto este progreso de falsedad y destrucción, que no deja a sus moradores tiempo para crear y menos para recrearse en el buceo vivencial. Si las soluciones para una gestión sostenible de los océanos -Según Naciones Unidas- precisan de la aplicación de tecnología ecológica y el uso innovador de recursos marinos; de igual modo, deberíamos desterrar de nosotros ese afán posesivo y consumista, que lo único que hace es esclavizarnos por completo.