La Comisión de la Verdad tenía que escuchar a Álvaro Uribe Vélez. Su aporte como el de todos los expresidentes resultaba indispensable para entender el baño de sangre que aún persiste. Concretar la cita y acordar la forma como se procedería no debió ser fácil.
Desde el comienzo del diálogo quedaron en evidencia tensiones y desencuentros. La Comisión en ejercicio de su autonomía designó entre sus voceros a Lucía González persona de calidades indiscutibles, pero a quien endilgan relaciones con la izquierda política. No hay que ser muy perspicaz para entender que su presencia afectaría el clima del intercambio. Uribe juntó ímpetus para desconocer una vez más la legitimidad de la Comisión y la representatividad de sus integrantes.
Son muchos los contenidos del Acuerdo de Paz que presentan sombras, y es comprensible el malestar de algunos sectores por el manejo que se dio al plebiscito. Pero la JEP y la Comisión de la Verdad, organismos con tareas muy distintas, son el medio del que disponemos para rescatar la armonía entre los colombianos. Además, tras los pronunciamientos del Congreso y la Corte Constitucional, es incuestionable que las entidades surgidas del Acuerdo hacen parte integral de nuestra institucionalidad, como la Fiscalía o la Corte Suprema.
Ahora bien, el debate sobre el desempeño de aquellos organismos debe estar abierto, pero cosa distinta es negar de un tajo su existencia, sugerir que sus miembros están al nivel de los delincuentes que usurpan funciones públicas. Podría pensarse que el doctor Uribe en algún momento consideró quemar las naves, auto eliminarse como interlocutor, como protagonista en esa paz que necesita sus aportes.
A Uribe se le escapó entender que esa actitud lo dejaba en el mismo nivel de sus antagonistas ideológicos como el senador Iván Cepeda quien solo da crédito a las decisiones judiciales cuando convienen a sus intereses; o como el Arzobispo de Cali quien durante los días más violentos del paro cuestionó en una entrevista radial la legitimidad del presidente Duque.
En su intercambio con la Comisión el expresidente presentó una propuesta de amnistía. Pero más se demoró en hacer el planteamiento que en recibir un torrente de críticas, algunas manchadas de oportunismo electorero. La realidad es que tras cinco años del Acuerdo de Paz no han cesado las matanzas, ni los desplazamientos, ni el narcotráfico. Peor aún, en todos los rincones de Colombia se vive una polarización abrumadora.
Si fuésemos sensatos aceptaríamos que la institucionalidad para la paz tiene vacíos y falencias; demanda ajustes o complementos que le concedan eficacia y capacidad de sanar. Las medidas a introducir tienen que ser consideradas en espíritu de consenso y en ello no se puede ignorar la voz de Uribe. Él representa una población numerosa cuyo concurso es indispensable para que Colombia se pacifique.
El reto que afronta la Comisión de la Verdad es complicado. Tiene enemigos gratuitos en todos los flancos pero su capacidad de defenderse es limitada. Al responder los agravios unas palabras de más o la sombra de sesgos, pueden dar al traste con la credibilidad del informe final que es su propósito prioritario. La complejidad del asunto radica en que la credibilidad y la confianza son como el cristal: una vez que se rompe no hay manera de repararlo.