El próximo 7 de octubre se conmemora el bicentenario de la creación del Ministerio de Relaciones Exteriores. Sería impreciso decir, sin embargo, que con la designación de don Pedro Gual como secretario de Relaciones Exteriores de la recién nacida República de Colombia comenzó la política exterior colombiana. Él mismo tuvo la misión, en los albores de la Independencia y por encargo de Francisco de Miranda, de conseguir el apoyo de los Estados Unidos a la emancipación. Una tarea que compartió con Manuel Palacio Fajardo, designado para ello por el gobierno patriota de Cartagena de Indias, y quien luego intentó también recabar el respaldo francés a la causa independentista, en ambos casos, sin lograr su cometido.
Más exacto sería decir, entonces, que la política exterior antecedió a la República. Y podría añadirse, sin que haya en ello una hipérbole gratuita, que Colombia es hija de su política exterior: esa que procuró, desde el primer momento, el reconocimiento de la nueva entidad política surgida al fragor de las batallas de Boyacá, Carabobo, y Pichincha, y su incorporación efectiva a la sociedad internacional.
Tan íntima relación debería bastar para que la política exterior ocupara un lugar principal en el estudio de la historia de Colombia, no sólo en la etapa germinal de la nación, sino en su evolución posterior, de cuyos avatares ha sido y es indisociable. Sin embargo, el suyo suele ser más bien uno marginal y episódico, ensombrecido por la omnipresencia de algunos lugares comunes, uno que otro latinajo -mal pronunciados y aún peor comprendidos y explicados-, y una simplificación pasmosa. El trabajo encomiable y riguroso de algunos historiadores y estudiosos de otras disciplinas es, lamentablemente, la excepción que confirma la regla.
Valdría la pena aprovechar la efeméride para hacer algo al respecto. Entre otras cosas, podría crearse, en la propia Cancillería, algo parecido a eso que existe en otras latitudes, como la “Oficina del Historiador” del Departamento de Estado de los Estados Unidos. Una dependencia que, más allá de la función de custodia archivística, tenga la función de organizar, procesar, analizar, y divulgar sistemáticamente la memoria institucional de la política exterior y la diplomacia colombianas.
No sólo con fines puramente académicos -que tanta falta hace-, sino para proveer a quienes toman las decisiones que definen la relación de Colombia con el mundo -en el Palacio de San Carlos, y también, cada vez más, en muchos otros órganos y agencias del Estado- de la necesaria perspectiva histórica sin la cual es imposible construir una política exterior con auténtico sentido de Estado y visión de futuro. Por no hablar del provecho que podría derivarse de ello en la formación de una opinión más ilustrada, y en materia de diplomacia pública, para el mejor conocimiento del país y de su realidad tan compleja.
No hay mejor manera de conmemorar la historia que reconociendo en ella lo que es: patrimonio compartido y maestra que, aunque frecuentemente desoída, da sentido al presente y hace posible proyectar y, sobre todo, encauzar el porvenir.