La irrupción en el Capitolio en Washington por parte de la turba fanática, enardecida momentos antes por un presidente indigno, y alimentada en el odio y la confusión durante meses por sus mentiras, muestra claramente cuán peligroso es dejar pasar como simples “dificultades con las formas”, claros signos de irrespeto de los principios que son ejes del sistema democrático y del Estado de Derecho; así como cuán arriesgado es encargar de los asuntos públicos a personas a quienes no cabe en su mente la noción de bien común. Pero ante todo, es un recordatorio punzante de que la democracia es frágil en cualquier parte del mundo y que ésta debe cuidarse cada día, sin las dudas y sin las demoras que sólo sirven a sus enemigos.
Desde la primera infracción de las reglas y el anuncio de veleidades populistas, las alarmas y los mecanismos de protección del sistema comenzaron a activarse, pero para muchos por ingenuidad o por conveniencia, bastó con las frases “no se atrevería”, “las instituciones lo frenarán”, “es un defensor de la ley y el orden”. Cínico defensor, por supuesto, como todos los autócratas que sólo defienden la ley que les sirve y el orden en tanto les conviene.
La saga de Trump ha dejado envalentonados a sectores supremacistas y a una serie de grupos fanáticos y de sectas antidemocráticas dentro y fuera de Estados Unidos. Grupos a los que ha dado cobertura y a los que ha defendido a nombre de la libertad de expresión. Sobre ello no hay que olvidar la famosa paradoja que obliga a ser intolerante con la intolerancia. La democracia debe ser defendida y no cabe caer en el juego de quienes quieren destruirla sirviéndose de sus principios y libertades para, en su nombre, anularlos.
Tampoco es posible ceder al espiral absurdo de justificación de la violación de las reglas por la existencia de la contraparte extremista que las incumple, ni cohonestar con la estrategia del miedo y la violencia, pues hay que condenar a sus promotores cualquiera que sea su procedencia.
Por supuesto es un deber preguntarse cómo es posible que a pesar de tan evidentes falencias en el cumplimiento de sus funciones, de los escandalosos conflictos de interés que marcaron su ejercicio, y sobre todo de la irresponsable, soberbia e inhumana gestión de la mayor crisis de salud de los últimos tiempos, más de setenta y cuatro millones de personas le hayan dado su voto y muchas sigan convencidas de sus mentiras y obnubiladas con su discurso. En este sentido será también necesaria tarea del presidente Biden, en cumplimiento de su programa, intentar dar respuesta a las insatisfacciones y angustias que han permitido a tantos caer en ese mundo paralelo, así como buscar sanar las heridas y las fracturas que siguen marcando la sociedad. Por ello en el discurso de posesión el llamado a la unidad será protagonista.
Pero antes será necesario dejar en claro que atentar contra los principios democráticos no puede quedar sin consecuencias, que la mentira como método de gobierno no es defendible, que los jueces y todos los demás servidores públicos se deben a la Constitución y no a los intereses del elegido de turno, que la ley no es maleable según su conveniencia, que el Estado de Derecho, en fin, se ha mantenido incólume a pesar de esta embestida.
Ojalá el mensaje, y el eco que él tenga, sea suficientemente claro y contundente para que no queden dudas, ni les surjan ideas a los aprendices de autócratas que pululan por el mundo.