Entre todas las dificultades que complican el manejo de la pandemia de covid-19, que incluyen la poca preparación de los sistemas de salud para enfrentar el virus, la escasez de UCI, la crisis económica producto de encerrar poblaciones enteras durante meses, el drama de las familias de los contagiados y fallecidos, el cierre de las escuelas, la interconectividad del mundo moderno, que hace que las enfermedades viajen más rápido y más lejos… entre todas esas dificultades, decía, hay una a la que no le había prestado atención, pues me parecía una cuestión marginal, anecdótica, casi que irrelevante.
Pero luego vi este titular, que tuve que leer dos veces: ‘44,2 % de los colombianos no estaría dispuesto a vacunarse’. Pensé que había leído mal o que era un error. Pero no era un error. Ni tampoco una cuestión marginal. Según una encuesta del Dane de noviembre del año pasado, cuatro de cada diez colombianos no querrían recibir la vacuna para el covid. La razón más común es que temen que les produzca efectos adversos.
Eso me llamó la atención, pues, sí, las vacunas, como todos los fármacos, ocasionalmente producen efectos adversos. Por eso se hacen ensayos clínicos, para identificar esos efectos y rechazar aquellos tratamientos cuyo beneficio no compense sus riesgos. Pero, una vez aprobado, uno no deja de tomarse el remedio que le mandó el médico porque en el texto microscópico del desplegable que viene dentro de la caja de pastillas diga, como exige la ley, que pueden causar náuseas o reacciones alérgicas en algunos pacientes (a menos que uno pertenezca a un grupo específico para el que está contraindicado el medicamento). El novedoso escrúpulo de casi la mitad de la población colombiana por la letra menuda de las vacunas, escrúpulo que esta sociedad, tan aficionada a automedicarse, no exhibe en otros casos, me pareció llamativo. Producto de temores infundados, alimentados por bulos en las redes sociales, más que de la súbita prudencia farmacológica de mis compatriotas.
“El 44,2 % de los colombianos no estarían dispuestos a vacunarse.
Más allá de las contradicciones, el problema es que el rechazo a ellas tiene consecuencias indeseables para el resto de la sociedad.”
Aunque las vacunas son el adelanto en salud pública más segura y significativa de la historia, solo superado por la disponibilidad de agua potable, en los últimos años se ha fortalecido un extraño movimiento antivacunas que promueve ideas que han sido desmentidas científicamente, como que las vacunas producen autismo. Algunos ‘antivacunas’ las rechazan porque no son ‘naturales’ y ellos prefieren un estilo de vida más ecológico y pastoril. Pero la luz eléctrica y los celulares, por mencionar solo dos cosas, tampoco son naturales, y no veo a esas personas prescindiendo de esas innovaciones. Más allá de las contradicciones, el problema es que el rechazo a las vacunas tiene consecuencias indeseables para el resto de la sociedad, que preferiría renunciar al privilegio naturista de contraer enfermedades infecciosas. Cada individuo que promueve la antivacunación pone en riesgo al resto de la comunidad, en especial, si los tiene, a sus propios hijos.
Yo, por mi parte, no veo la hora de recibir el pinchazo de adenovirus de chimpancé o de ‘ARN mensajero’ –dos de las tecnologías más prometedoras contra el covid– que le enseñe a mi cuerpo a reconocer el novel coronavirus y deshacerse de él. No sería la primera vez: ya mi cuerpo aprendió, hace muchos años, a reconocer a otros intrusos, como el sarampión, la rubeola y la fiebre amarilla. Tal vez lo que las vacunas necesitan para tranquilizar a los recelosos es un cambio de imagen, un rebranding, como dirían los mercadólogos. En vez de pensar en ellas como fármacos, podríamos describirlas como una forma de educación: lo que hacen, al fin y al cabo, es enseñarle al cuerpo nuevos trucos. No nos contaminan, sino que nos educan. Y sin educación, como suele decirse, no hay futuro.