En la pedagogía que nos prepara a la Navidad a través de la Palabra de Dios, hoy la Iglesia insiste en el tema de la conversión.
Es una palabra que no nos gusta o si la predicamos casi siempre es para los demás y en ese espacio sí tenemos toda la información para decirles a los demás lo que son y lo que tienen que hacer.
Tanto Baruc como San Lucas nos hablan concretamente de cómo cuando Dios nos guía Él nos da “la paz en la justicia” pero con la condición de “rebajar los cerros elevados y las colinas y rellenar las hondonadas”.
Dios toma siempre la iniciativa en la conversión tanto personal como del pueblo.
El papel de los profetas es el de animar al pueblo para que se levante, para que mire al oriente y se llene de júbilo cuando “cambie nuestro llanto en alegría” como dice el salmista.
La conversión es un don de Dios y lo descubrimos por dentro de nosotros cuando experimentamos alegría y gozo en toda circunstancia.
El personaje protagonista de esta preparación en este segundo Domingo de Adviento, para la venida de Cristo, es Juan cuyo elogio hará después el mismo Señor cuando lo proclamó como “el mejor y el mayor entre los nacidos de mujer”.
A Juan le dirigió Dios la palabra en el desierto, espacio necesario y difícil de recorrer. Juan lo hizo de un lado al otro del Jordán pero porque ya lo había hecho en su corazón para ser coherente con lo que iba a anunciar.
“Voz”, no era la palabra, no se sintió importante por las gracias de Dios ni le preocupó jamás el ser aclamado ni siquiera confundido con el futuro Mesías.
Todo lo contrario se sintió incómodo, dijo que ni siquiera era digno de desatarle las sandalias de caminante y le tocó bautizar a Jesús en el Jordán. Sus vestidos, su comida, lo externo, sus actitudes siempre obedecieron a su origen milagroso, su nombre causó impacto ante su padre Zacarías, el embarazo de Isabel aceleró la visita de María y los cuidados de ésta por varios meses. Es decir, todo en Juan es obra de Dios porque supo ser fiel a su vocación de profeta y de anunciador del Mesías.
Recorrer hoy ese desierto causa temor reverencial, caminar un trecho sobre esa arena quemante traslada al peregrino a la escena de Lucas en el Evangelio de hoy.
Muchos se convirtieron ante su predicación porque no eran palabras y sermones vacíos, sino la realidad de un hombre convertido que hablaba de lo que estaba viviendo. Si a veces los nuevos profetas sentimos que estamos hablando en el desierto moral, puede ser que nuestros oyentes no ven los cambios, no sienten la motivación requerida y nos oyen desde abajo, por los cerros, montes y barreras que nos separan de ellos. Pablo experimenta un gozo en su carta a los Filipenses porque los ve “crecer en el amor, en el conocimiento de Dios que les está dando la capacidad de discernir para acertar con lo mejor”.
El plan de salvación está en el equilibrio que da la sabiduría y por eso ni los cerros de orgullo ni los vacíos de complejos de inferioridad dan la pauta para la salvación. Oigamos todos porque lo necesitamos, esa voz que nos lleva a reconocer nuestros defectos y a pensar menos en los defectos de los demás. Que el mensaje de hoy nos haga a todos los bautizados profetas, desde el propio desierto de nuestra conversión y coherencia, y así estaremos alegres en la espera del que es y será nuestro Salvador.