Nos disponemos a transitar los últimos días del 2021 y a esperar con incertidumbre la llegada del 2022. Generalmente la humanidad ha vivido el cambio de calendario con inusitada esperanza; con la ilusión de que los tiempos por venir habrán de ser mejores para alcanzar los sueños y objetivos aplazados; para consolidar los incesantes deseos de progreso y bienestar; para avanzar con decisión en el desarrollo económico, social, cultural y tecnológico que la ciencia moderna ha potenciado con inusitada rapidez.
No obstante, el año que termina ha dejado una gran lección. La pandemia del coronavirus con sus persistentes mutaciones y sus secuelas económicas y sociales; ha obligado a replantear muchos de los paradigmas acumulados en tantos siglos de transformaciones, para iniciar una profunda transición hacia nuevos horizontes que revitalicen el destino de la humanidad agobiada y doliente, como se define con precisión en uno de los versos de la Novena de Aguinaldos.
La fragilidad del ser humano ha quedado en evidencia una vez más. La amenaza latente de las nuevas epidemias y pandemias que cobran millones de víctimas; el comportamiento ecosistémico del planeta; la masiva migración que causan el hambre, la pobreza y la discriminación social; el desgaste de los sistemas políticos ocasionado por la codicia por el dinero y el poder de los gobernantes; el salvaje capitalismo financiero; el materialismo consumista que arrasa con valores y principios; constituyen, entre otros, los elementos que en su conjunto llevaron a que el ser humano se olvidara de su origen como criatura hecha a imagen y semejanza de Dios.
La vida ha pasado a ser una caricatura y por ello el aborto se instituye como el derecho excluyente de la mujer sobre su cuerpo; el matrimonio entre parejas del mismo sexo amenaza la prolongación natural de la especie humana y su consecuente pilar que es la familia como núcleo esencial de la sociedad; la eutanasia o derecho a bien morir coloca la vida y la muerte en la decisión humana, desafiando la voluntad divina; en una palabra; el hombre jugando a ser Dios estimulado por ideologías progresistas que recuerdan la expresión marxista de que “ la religión es el opio del pueblo”. Como si la dimensión espiritual no fuera consustancial para dignificar la vida humana y como si solamente el cristianismo católico fuese la única religión.
Estos han sido entonces los tiempos en que por la prolongada pandemia hemos aprendido que todos viajamos en el mismo barco como con sabiduría lo ha definido el Papa Francisco. La globalización ya no permite el aislacionismo si no que estimula la fraternidad, pero entendida como respeto a los valores sociales, culturales y políticos de cada nación, sin pretender unificar la diversidad creadora del ser humano que habita en su propia individualidad personal y social.
La organización social como núcleo de convivencia que permite al Estado dirimir los diferentes conflictos, ha entrado en plena crisis de credibilidad y confianza ciudadana, donde la democracia viene siendo su primera víctima. Se imponen la anarquía y el desorden donde la criminalidad florece amenazando la seguridad y la autoridad que ofrecen las instituciones.
En nuestro caso, la polarización política e ideológica irrumpe con fuerza en la estabilidad institucional alcanzada con grandes esfuerzos durante nuestra historia republicana. Los avances de la extrema izquierda en los países vecinos colocan a Colombia en una encrucijada. Se demuestra con creces que el liderazgo visionario del expresidente Uribe ha tenido razón cuando advierte con insistencia “ojo con el 2022”. Quienes valoramos nuestra frágil democracia con sus inevitables falencias sociales, estamos en la imperativa obligación de mantener la confianza y construir un futuro donde nuestros sueños de libertad, equidad, justicia y paz sean posibles a pesar de nuestras diferencias. La cruzada contra la corrupción política y la deshonestidad social son ahora improrrogables.
