Por: Gerardo Aldana García
Según expertos y la propia Comisión Económica para América Latina – CEPAL, el subdesarrollo en la región se presenta asociado con: pesadas deudas externas; desaparición del rol del Estado con altos niveles de corrupción; elevados índices de fragmentación social y descreimiento hacia las instituciones; profunda brecha tecnológica; asimetrías estructurales; bajo desempeño externo; pobreza y guerra entre otras sensibles variables. De acuerdo con Naciones Unidas, un individuo está sumido en esta situación cuando subsiste con menos de 1,90 dólares diarios, es decir aproximadamente 7.100 pesos colombianos. Colombia tiene 48’258.494 habitantes de los cuales poco más de 11 millones de personas viven en las zonas rurales en un escenario poblacional caracterizado fundamentalmente por campesinos pobres con predominancia de labriegos sin tierras, agricultores marginales en zonas críticas de escaza producción, indígenas, pastores y pescadores de ribera. Las mujeres son especialmente propensas a padecer privaciones y carecer de acceso a activos productivos. Resulta inadmisible que justamente las personas que generan la comida para la inmensa masa poblacional del país, los campesinos, sean precisamente las que vivan con mayor intensidad los altos índices de pobreza. Sobre esto existen sendos tratados de expertos que atribuyen las causas a mal manejo de la cosa pública en la aplicación de las múltiples políticas que establece profusamente el gobierno de turno cada cuatro años. Y esto es cierto. No podríamos apartarnos de tal connotación para seguir lamentando la injusticia que viven nuestros campesinos. El Huila es rico en tierras aptas para lograr productividad y mejoramiento del nivel de vida del agricultor; sin embargo, sigue siendo una quimera, un sueño que no se hace materia, como la pensión del coronel de García Márquez que no tiene quien le escriba.
Pero es justo reconocer también que la pobreza pasa por un indefectible rasgo de actitud pasiva frente a la superación de los problemas. Nuestros entrañables campesinos forman parte de ese inmenso colectivo nacional y departamental que aún no logra ingresar al universo de la actitud mental positiva. Existe una marcada proclividad a pensar que las cosas andan mal, lo cual va dando forma paulatinamente a una vida marcada por el estancamiento. El pensamiento es energía. Sin las ideas y la actitud no existen las cosas materiales, tampoco las intangibles. Mientras nuestros campesinos no cambien la forma de pensar frente al progreso, seguirán viviendo en el mundo del inconsciente colectivo rural en donde prevalecen los imaginarios del estancamiento, aquellos que desde su interior le decretan la imposibilidad de salir adelante. Esto viene asociado a hábitos de vida que se traducen en prácticas deficientes a la hora de producir sus cultivos, con una indiferencia en la aplicación de técnicas, tecnologías e incluso de prácticas culturales de cultivo, lo que inevitablemente lleva al menoscabo de los ingresos económicos de la familia campesina, con un marcado sacrificio de padres agricultores que reconocen que el campo no ha sido su mejor experiencia de vida y por lo que sueñan que sus hijos deben crecer y abandonar la finca, su terruño, migrando hacia ciudades en donde creen que pueden encontrar un futuro mejor, lo cual no ocurre para la gran mayoría de jóvenes campesinos que engrosan el desempleo urbano. El cambio hacia la productividad y la competitividad, antes de ser físico, debe ser ideológico. La mente del campesino ha de ser empoderada metodológicamente, mediante estrategias de actitud mental positiva, auto estima, liderazgo, trabajo en equipo, resiliencia, coaching, etc. De nada sirve estar en una tierra de riqueza si se vive mentalmente un mundo de pobreza.