Por: Mauricio Botero
Cuando hay un exabrupto dicen “mírame aquello”. Y ese uso reflexivo implica la carga del calificativo. El escritor David Sánchez Juliao contaba con gracia otro caso. Debía manejar a la costa, preparó el coche y los papeles, con minucia, pues temía las ocasionales arbitrariedades de la policía vial. En efecto, lo detuvo un agente. Le pidió los papeles de propiedad, el pase de conducción, el certificado de revisión del auto, y la cédula. Estaban en orden. Le hizo prender las luces en pleno sol, y verificó que las señales del pare y de giro a izquierda y derecha funcionaran. Funcionaban. Insatisfecho, le pidió el kit de primeros auxilios en caso de accidente. Se lo mostró. Hizo bajar del baúl las señales de la carretera en caso de varada. Como estaban en orden, algo exasperado por tanta eficiencia le dijo con autoridad “Ajá, ¡múltate ahí! Yo soy la ley.” David celebraba con carcajadas ese uso del reflexivo, verdadero aporte al idioma. Pero pagó.
Al sonriente Borges le admiraba, pero no le chocaba, que dijéramos al despedirnos “nos estamos viendo” no solo porque él fuese casi ciego, sino por usar un gerundio como una posibilidad futura. Y en Bogotá, un notorio ciego saludaba así: “gusto de verte”.
En un espectacular accidente de tránsito, gravado por un noticiero, un alta oficial de la policía se vuela un semáforo en rojo y se estrella. El periodista le pregunta a un agente su opinión y este, con prudencia, contesta “no está probado que mi superior haya violado la señal semafórica” … En cierta época las niñas bogotanas de sociedad cuando reprobaban algo decían con gran ahorro de palabras “¡Uy, tan Uy!”.
La variedad del lenguaje regional en el Valle, reafirma los sentidos del oído con el modismo “oiga” y los de la vista: “mire, vea” lo ha tratado en literatura con éxito Umberto Valverde. Así como lo hizo con maestría en Antioquia, Tomás Carrasquilla, con un léxico ya casi desaparecido, pero que silbaba las letras eses, como lo hace el viento al rozar las hojas del maíz. Y reflejaba la pujanza antioqueña en las graciosas exageraciones populares, que sin embargo tienen una precisión, que la precisión no conoce. Que se traducen en las robustas e hiperbólicas figuras del pintor paisa Fernando Botero.
El lenguaje de Bogotá, capital de la burocracia, en cambio fue más refinado y preciosista. Se utilizó, no para integrar las diferencias regionales en un crisol común, más bien fue discriminador con la provincia y entre algunas élites para hacer mofa de ellas. Los que ascendían en la época que se conoce como la de los presidentes gramáticos, lo hacían sacrificando lo raizal, como fue el caso de Marco Fidel Suárez. La academia de letras capitalina discriminó a poetas como Barba Jacob. Incluso hubo antologistas (omito nombres) que incluían a sus propios versos, pero desechaban al notable poeta cartagenero Luis Carlos López. El país ha cambiado, la capital es, por migración, otra.