Por: Manuel Antonio Parra
La misión del Maestro Jesús se desarrolló siempre con las metas precisas de anunciar el reino de su Padre y de curar a los enfermos. Lo anunció siempre, que Él había venido a salvar a los pecadores y a curar a los enfermos que son los que necesitan de médico.
Su gran poder de curación lo vimos el domingo pasado en la sinagoga de Cafarnaúm que le atraía audiencia y su autoridad-moral convencía siempre a sus seguidores. En este quinto domingo del tiempo ordinario podríamos analizar “un día en la vida de Jesús”.
Después de anunciar el mensaje en las horas de la mañana y de expulsar el demonio sale con algunos de sus discípulos a la casa de Pedro y allí cura a su suegra de una fiebre terrible que la tenía postrada. Como todos se dieron cuenta cuando vieron a la suegra de Pedro sirviéndoles, la gente se agolpa con toda clase de enfermos, pero Él, necesitaba descanso en un lugar solitario. Pasa a otros sitios de Galilea, pero busca antes la ocasión de entrar en comunicación con su Padre.
El dolor, la enfermedad y el sufrimiento del hombre van unidos a su mismo ser débil y pasajero. La Biblia, en especial los Salmos frecuentemente nos dicen que “la vida del hombre es como un soplo, como sombra, como hierba que se seca”.
Nos advierten que casi “todo es ‘fatiga inútil’, que los días se desvanecen como el humo, que los huesos queman como brasa, que muchas veces estamos como lechuza en la estepa, como búho entre ruinas y como pájaro sin pareja en el tejado” (Sal. 101).
El personaje Job en su libro nos cuenta su historia-mensaje con el tema de la enfermedad con todas sus angustias, consejeros onerosos, familia aburrida y desesperación por la no pronta intervención divina. Hasta que llega al final de poner su confianza en su Dios y la devolución de sus bienes y de su salud. Jesús fue consciente de esa necesidad del hombre de ver en el dolor y en la enfermedad, no castigos de parte de Dios, sino consecuencia del pecado. Así durante sus tres años de vida pública tuvo sumo cuidado de toda persona que se le acercaba y lo buscaba con enfermedades del cuerpo o del alma.
Con el mismo cariño se acercaba al leproso, que a los ciegos, se dejaba tocar de la hemorroisa y entraba a la casa de la suegra de Pedro donde había contagio de fiebre.
Nada de escrúpulos, de distinciones de clase; lo mismo curó a la hija de Jairo que a la samaritana arrogante, hastiada ya de la experiencia de sus 7 maridos, o al tullido tirado en el camino.
Jesús sana al hombre, que no es solamente cuerpo sino mente y corazón.
Con detalles de un verdadero médico familiar: ir hasta la casa, hablar, tocar y levantar al enfermo. Por eso, la suegra de Pedro comenzó inmediatamente a servirles a los apóstoles testigos de su curación.
Jesús no ha perdido su poder de sanar, aunque algunos lo hayan utilizado como signo mágico y comercial para evangelizar. Él no fue mago, ni curandero de pueblo, ni vendedor de específicos. Exige solamente la fe y la confianza en su palabra. Qué bueno que los médicos leyeran los Evangelios, en especial, el de san Lucas que es el Evangelio de las curaciones y de encuentros de Jesús con toda clase de personas; Lucas fue médico famoso. La medicina debe ser más que profesión lucrativa, vocación de entrega y de servicio al pobre y al necesitado. Regresar a los cuidados del médico familiar y no a las fichas: “Qué entre el número 25” de los que la mandan por oficio.
Jesús médico de las almas, cura nuestra fiebre de poder que enloquece, nuestra fiebre de placer que envilece y nuestra fiebre de riquezas que nos lleva a la idolatría.