En este penúltimo domingo del año litúrgico, la Iglesia nos hace pensar que todo tiene su final y que el triunfo del bien sobre el mal, de la vida sobre la muerte estará realizado en el Hijo del Hombre.
El año litúrgico no es solamente una programación cíclica de los acontecimientos salvíficos de lo ya concluido, sino que es símbolo de toda la historia, la de cada uno y la de toda la humanidad.
Es el tiempo de un estilo de vida, de una visión nueva de las cosas que pretende mostrarnos, con un lenguaje muy especial cómo Jesús transforma el mundo y la realidad de nuestra vida.
El Evangelio de hoy se refiere al fin del mundo, pero no como lo entendemos comúnmente a una tragedia universal y cósmica, al estilo de la profecía Maya para el 2012, sino al fin de este mundo, o sea de este estilo y forma de vida, que se produce cuando el hombre se encuentra con Dios a través de Jesucristo.
El pueblo hebreo tocó fondo en varias oportunidades como cuando estuvo prisionero en Egipto o exiliado en Babilonia, y por la fe supo descubrir que de ese cataclismo podía surgir Dios como salvador y liberador. El estilo del libro de Daniel es traer y rescatar la esperanza al pueblo abatido.
El evangelio de Marcos nos habla de la próxima llegada del Hijo del Hombre que vendrá a traernos la salvación total.
Todo el mundo, y no solamente Colombia, dan la impresión de un horrible caos de zozobra, de amenazas, de escándalos, de corrupción, de fanatismo y de muerte. No hay mañana que no esté teñida con alboradas de tragedias, ni noche alguna donde hasta la luna nos hace mirarla para observar sus eclipses, no tanto de luz sino de carencia de paz y de felicidad.
Esa tribulación que es fruto del pecado del hombre es la que tiene que terminar algún día, para que vuelva a surgir la esperanza en todos los redimidos.
En Marcos, Jerusalén es el símbolo de la dureza del corazón y de la arrogancia para no creer en Jesús. Cada uno de nosotros es como una Jerusalén amurallada, orgullosa de sus cosas y de sus gestas, rebelde y agresiva, pertinaz y obstinada en el pecado. Es la ciudad que mata a Cristo, después de haberle rendido homenajes falsos de piedad espectacular.
Los cristianos como los pastores caldeos debemos mirar hacia arriba porque tiene que aparecer el sol nuevo, y la luna tranquila y las estrellas que nos indiquen nuevos caminos de fe.
Cualquiera, desprevenido se atrevería a decir: “apaguemos y vámonos de aquí”. Pero cada día tiene su propio afán; no nos asustemos sino de creernos mejores que los demás, de pensar que tenemos la verdad revelada, porque vendrá el día de la luz, donde todo será diferente a lo que estamos viviendo.
Estemos atentos y vigilantes; nos estamos jugando la última carta de la vida, no hay otra para rehacer y remediar los errores de hoy. El nuestro es un tiempo corto, pero lo suficientemente largo para vivir “aquí y ahora” los nuevos tiempos del Hijo del Hombre.
Aprendamos todos a reconstruir nuestra historia con esta visión escatológica del triunfo de Jesús.