Por: Amadeo Gonzalez Triviño
Un espacio para recorrer la memoria de la literatura colombiana, especialmente relacionada con el escritor JOSE EUSTASIO RIVERA y de su obra cumbre “La Vorágine”, nos ha incitado a tener que reconocer que hacemos parte de una sociedad en la que la hecatombe moral, economicista y deshumanizada, ha sido una constante dentro de la esencia del nuestros coterráneos, los colombianos, y hemos terminado por labrar a nuestras espaldas, un fenómeno que no queremos aceptar y que nunca hemos propiciado por fortalecer en el camino hacia la construcción de una sociedad solidaria, donde la igualdad y el respeto por la dignidad humana, sea la fuente de nuestra organización social a la que pertenecemos.
Este escritor nacido en 1888 en la población de San Mateo, hoy Rivera, en el Departamento del Huila, conoció y se adentró en la búsqueda de ese mundo oculto de vejámenes y del desequilibrio social contra la naturaleza y especialmente contra la población aborigen esclavizada en la lucha por el capitalismo salvaje que se había entronizado en la zona de más alta producción de caucho en la región de la Amazonía, y que por aquel entonces, era parte de un litigio internacional limítrofe con el Perú, que solo se vino a concretar luego del año de 1932, con la famosa guerra de los colombianos contra el Perú.
Para muchos críticos de la realidad literaria y del realismo que se describe en la obra, solo son fruto de la imaginación o de un desdoblamiento de la ficción hasta el punto de advertirse que las descripciones y la situación planteada por el escritor, no hicieron parte de su experiencia viva y de su reconocimiento en el área de la flagelación y del genocidio que se perpetró por parte de lo que es conocido como la “Casa Arana”, en la explotación del Caucho, como fruto de una sociedad con capital inglés, donde el capital inversionista se fijó en un millón de libras esterlinas, era la moneda oficial con la cual, se sacaba adelante ese proyecto económico capitalista y el consiguiente abuso y subordinación hasta la extinción de muchos grupos indígenas que hacían parte de la localización geográfica que se ocupaba en el Putumayo, Caquetá y en los bosques que entrelazaban los llanos orientales con Casanare, Guainía y Vaupés, entre otras zonas tanto del Perú como del Brasil.
Cada día que pasa nos convencemos de la necesidad de considerar cómo la complicidad oficial en cabeza de los gobiernos de turno, se dieron desde el momento en el que se propició una lucha contra el aborigen, contra las comunidades indígenas, a partir del desarrollo de una política fiscal de venta de tierras baldías en el sur de Colombia, pero que en el trasfondo tenía el propósito de aniquilar a sus ocupantes y generar un proceso de colonización de esas tierras. El proyecto estatal generado con la aprobación de lo que se denominó aprovechamiento de terrenos baldíos o de “nadie” con el Decreto No. 645 de 1900 por el Gobierno Nacional, propició la consolidación de pequeños centros y colonias, no tenía como finalidad apoyar, respetar o proteger las comunidades étnicas, aborigen o indígena, sino que por el contrario, era una forma de luchar contra la tenencia de la tierra en manos de lo que se consideraba una población “bárbara” que representaba el atraso social y cultural de la patria colombiana.
Sin lugar a dudas, el personaje central de la obra que ahora llama nuestra atención: “La Vorágine”, es la selva, al cual ha de sumársele el exterminio de las comunidades por parte de un proceso de explotación de su cultura, de su mano de obra y especialmente de imponerle poco a poco, atractivos que hicieron parte de un comercio vedado para ellos, donde la sociedad de consumo se constituyó en la oferta de bienes desconocidos, a cambio de una forma extractivista del caucho, que era posteriormente exportado hacia Inglaterra, Francia o los Estados Unidos, en lo que se denominó la “fiebre del caucho”.
En estos tiempos, cuando se conmemoran los cien años de la publicación de la obra del escritor huilense José Eustasio Rivera, hemos tenido la tarea de profundizar un poco en el entorno socio-histórico de dicha situación que trajo las consecuencias que nos han permitido concluir esa propensión eterna que no deja de repetirse y de vivirse, como es la estela de violencia y de impunidad y de delitos que se protegen desde las altas esferas del Estado de Derecho, hasta el punto de que más de uno, consideramos que somos una sociedad donde sus habitantes, no tenemos opción del retorno a la civilidad, más allá de una caja mortuoria que nos espera al doblar cualquier esquina cuando vamos de regreso hacia el hogar.