Hemos escuchado y leído propuestas sobre retiro de Colombia de tratados multilaterales sobre Derechos Humanos. A raíz del reciente Informe de la Comisión Americana, mediante el cual -tras su visita a Colombia durante el paro iniciado el 28 de abril- ese organismo formuló recomendaciones relativas a la protección estatal al derecho de protesta pacífica y a los demás derechos y libertades públicas, no faltaron las voces de quienes consideraron que la Cidh irrespetaba a Colombia -cuando no estaba haciendo cosa diferente de ejercer las funciones que le fueron confiadas en desarrollo de la Convención Americana de Derechos Humanos-, motivo por el cual aconsejaron al Gobierno ir pensando no solamente en “sustraer al país” de las recomendaciones de la Cidh, sino en sacarlo de la jurisdicción de la Corte Interamericana.
Claro que Colombia lo puede hacer, y adoptar actitudes similares a las de Maduro y Ortega, pero sería un grave retroceso institucional y una contradicción manifiesta con la Carta Política de 1991 y con nuestra tradición democrática. No creemos que un Estado que se dice respetuoso de los Derechos Humanos -como lo han expresado en estos días, ante el mundo, tanto el presidente Duque como la vicepresidenta y canciller Martha Lucía Ramírez- deba eludir todo control y apoyo internacional en la materia, como si algo estuviera ocultando. El que nada debe, nada teme.
Era de esperar, por supuesto, que algunos -no muy amigos de las garantías, la dignidad y la libertad de las personas, y que confunden la autoridad con las violaciones de los derechos básicos- no se hayan sentido a gusto con fallos que han condenado al Estado colombiano, como los proferidos en los casos “Petro Urrego vs. Colombia” y “Jineth Bedoya Lima y otra vs. Colombia”, aunque, en los procesos correspondientes hubo suficientes oportunidades para la defensa y fueron probados elementos suficientes para condenar al Estado, por acción o por omisión, y por vulneración de claros mandatos de nuestra Constitución y de la Convención Americana.
No perdamos de vista que, precisamente para eso concurrió Colombia, como los demás países americanos, a la Conferencia Especializada Interamericana sobre Derechos Humanos celebrada en San José de Costa Rica entre el 7 y el 22 de noviembre de 1969, suscribió la Convención (Pacto de San José), la aprobó el Congreso mediante Ley 16 de 1972, y fue ratificada. Estamos obligados por la Convención, en virtud del principio Pacta sunt servanda (los pactos son para cumplirlos de buena fe).
La Constitución proclama el respeto a la dignidad humana como fundamento del orden jurídico; declara que los derechos fundamentales son inalienables, y estipula que, en la materia, los tratados ratificados por Colombia prevalecen en el orden interno, aun en estados de excepción. Y, más todavía, que “los derechos y deberes consagrados en esta Carta, se interpretarán de conformidad con los tratados internacionales sobre Derechos Humanos ratificados por Colombia”.
El Bloque de Constitucionalidad es prevalente y, según lo ha reiterado la Corte Constitucional, elemento esencial de nuestra Constitución democrática, que no puede ser suprimido de buenas a primeras, ni tampoco tratados como el de Roma (CPI) o la Convención Americana.