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Colombia entre  “el hombre muerto” y “diles que no me maten”

Feb 26, 2024

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Por: Gerardo Aldana García

El pasado miércoles 21 de febrero, las redes sociales y la prensa nacional, cundían una vez más a Bogotá y Colombia, de ese pánico reinante que se filtra en ambientes no solo rurales sino también urbanos cuando la profesión del sicariato da cuenta de un nuevo éxito en su funesta carrera de muerte. Esta vez fue Roberto Franco Charry, el empresario, pero, ante todo, el hombre que, pese a la evidente huella de acerados proyectiles en su cuerpo, no parecía notificado de que acaba de ser baleado; incluso, a juzgar por la asombrosa parsimonia de sus últimos movimientos, podría pensarse que, ni siquiera supo que le habían matado. Seguramente la tecnología que hacía sumamente silenciosa el arma homicida, y su concentración en la llamada que atendía en su celular, le anestesiaban al punto de enajenarlo de su propio escenario de víctima.

Con el más profundo respeto por el nombre y el alma del señor Roberto Franco Charry, me permito recordar las imágenes vivas que deja leer el escritor uruguayo Horacio Quiroga en su cuento El Hombre Muerto.  Si, aquel campesino que accidentalmente resulta herido de muerte al caer sobre la gramilla en un espacio de la bananera a la que iba durante años y de la que conocía cada desnivel topográfico, sus alambrados, los ecos de su esposa e hijo al buscarle al filo del mediodía, y hasta el cielo que cubría su labranza. Si, al caer, el machete cuyo filo sabía sacar con precisión, coronado de aquel mango en el que yacían grabadas las huellas de sus dedos de labriego, se había metido tan adentro de su vientre, arrancándole de forma inadvertida e imperceptible, su aliento.  Pero este hombre no piensa que esté muerto; por el contrario, sigue presenciado los matices recurrentes de su jornada campesina. Para él, no ha pasado nada fuera de lo común, y es solo cuando, luego de un brevísimo momento, no obstante, para él acaecido dentro del tiempo de rutina, se decide a pasar entre el poste y el hombre tendido que yace muerto: él.

Es una pena que deba recurrir a escenarios como los antes narrados, para hacer un doloroso y frustrante símil con la Colombia de hace cien años, de hace sesenta, de hace treinta, de hace una semana.  Colombia es como El Hombre Muerto o como el silenciado en el parque de la 93. Una nación grávida de todos los males que hacen del territorio y sus moradores, un cuerpo enfermo de inseguridad y atraso económico, que no se percata de su frio alojamiento en cuidados intensivos y candidato seguro a la defunción del equilibrio y armonía de sus ciudadanos. Parafraseando a Quiroga, podría decir La Colombia Muerta. Y cómo no aceptar la razón médica de su vocación de muerte, cuando en muchos, no todos,  periodos de gobiernos alternos, sin importar su ideología de derecha, centro o izquierda, se practica toda clase de anomalías atentatorias de la paz y el bienestar del colectivo social. Ahora mismo, por ejemplo, el país se despierta cada día con una noticia que registra la indefensión de los ciudadanos y su fragilidad ante los criminales, mientras las fuerzas del orden, expectantes e impotentes aguantan la febrilidad de desenfundar. O los excesos de gastos superfluos en viajes y protocolos que consumen recursos que podrían dirigirse a resolver necesidades prioritarias, o los escándalos de corrupción en campañas que lograron engañar al elector, etc.  Y la inflación acrecida de los últimos doce meses, coadyuva a aumentar el volumen de la tragedia nacional, cuando el PIB pasó de 7,3% en 2022 a un lúgubre decrecimiento del 0,6% en 2023, acusando la ruina en los negocios, la merma en las transacciones, el crecimiento del desempleo y la perdida adquisitiva de la moneda nacional.

Pero el país nacional padece sufridamente el cada vez mayor cúmulo de señales que indican la muerte de la estabilidad colombiana, lo que hace que el máximo gobernante crea que todo está normal, sin advertir un trágico final. Por supuesto que es justo reconocer el eco de voces que se esfuerzan por dejar sentir su propio diagnóstico y reclamo para impedir el deceso del país, lo que me recuerda la voz del angustiado campesino llamado Juvecindo Navas, en el cuento de Juan Rulfo, cuando le grita al coronel (el ahora militar hijo de aquel finquero rico llamado Lupe Terreros a quien décadas atrás Juvecindo Navas,  dio muerte), Diles que no me Maten, y pese al clamor del sentenciado, el castrense ordena matarle. Es posible que esas voces de quienes se envisten de valentía y que encarnan el sentir de una mayoría de nacionales cada vez mayor, tengan el poder de la persuasión suficiente para gritar en nombre del país: Soy Colombia, diles que no me maten.

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