Por: Winston Morales Chávarro
Según el diccionario de la Real Academia Española, “antropofagia” es la acción o la costumbre humana de comer carne de seres de la misma especie. No es canibalismo, pero se le parece, sólo es cuestión de perspectiva.
Busqué en el mismo diccionario el origen etimológico de la palabra “colombofagia”, pero no encontré ninguna respuesta a esta angustiosa pesquisa. Todo fue infructuoso. Tampoco de la palabra “opitofagia”.
El término “opitofagia” lo vengo usando hace varios años para referirme a esa urticaria que carcome la piel de algunos de mis congéneres. Palabras más, palabras menos, traduce o connota: opita devora opita. O, mejor aún: arte primitivo de comer opita (llámese neivano o huilense), ciencia ancestral de masticar a un coetáneo o vecino(a). Los opitas somos expertos en eso.
Ampliando el término, y de acuerdo con sendas investigaciones de prestigiosos académicos de universidades polombianas, la palabra “opitofagia” tiene un radio de acción que le precede: la “colombofagia”. Es decir, costumbre atávica de comer y devorar colombiano(a).
Jesús dijo: «amaos los unos a los otros», pero en nuestro país tal mandamiento se violenta con furia intestina. Acá debería usarse el «Devoraos los unos a los otros», que no es una sentencia dictada por la Divina Providencia (ni siquiera por el diablo, su antítesis), sino un mandato que pareciese haber sido proferido por Caín: «mataos los unos a los otros.»
En Colombia (Polombia) la colombofagia es el deporte nacional. Si la colombofagia estuviera incluida en los Juegos Olímpicos, hace rato seríamos campeones, mejor que Brasil con el fútbol o Estados Unidos con el baloncesto.
Nos matamos a diario, no sólo a través de las armas, sino también de manera simbólica. Anulamos y suprimimos al otro, lo eliminamos, lo desaparecemos. Y eso lo vemos a diario en las redes sociales. Despellejamos artistas, deportistas, líderes sociales. Odiamos al otro, odiamos su diferencia, su pensamiento, su punto de vista.
Nuestros deportistas están obligados a ganar todo el tiempo, como si no existieran adversarios, como si de los 176 competidores del tour de Francia todos fueran mediocres y sólo Nairo Quintana, Rigoberto Urán o Egan Bernal se tomarán la sopa con juicio y sólo ellos fueran deportistas de alto nivel. Pienso en el «vulnerable» de James Rodríguez, en su obligación de meter goles todos los días y ganarle, por simple exigencia de sus compatriotas, a Messi o Cristiano. Pienso en Margarita Rosa de Francisco, a quien por ser «una bella costilla pensante», talentosa y reflexiva, se le exige que no piense, que se anule como sujeto, que se suprima como ser político.
La colombofagia ha devorado a más de 600 líderes sociales (hombres y mujeres), les ha puesto la bota sobre sus cabezas, ha cercenado sus extremidades, quemado sus derechos humanos.
La colombofagia está presente en nuestro cotidiano, ronda y circula nuestros imaginarios sociales. Si a un emprendedor le va bien, lo rotulan de esta manera: «traqueto», «dineros de dudosa procedencia». Si una mujer logra el éxito: «me imagino cómo lo habrá conseguido…». Si un escritor gana un premio (el Nobel de Gabo), inmediatamente lo asocian con una explicación extraliteraria: comunista, facho, mamerto, vendido.
Ese arte de devorar al otro, de anularlo, de suprimirlo es lo que no permite que Colombia logre su mayoría de edad. La colombofagia detesta la paz, la reconciliación, el equilibrio.
La colombofagia (y la opitofagia) anula con su guadaña la cabeza de sus adversarios. Lo vemos en Twitter, en Facebook, en Instagram. Lo vemos en los foros de los periódicos. No hay debate, no hay respeto. La colombofagia asoma sus tentáculos desde la sombra, saca sus cuchillos y sus escalpelos, cercena la cabeza, tritura el pellejo. Si las redes sociales fueran fusiles, el 70 % de los colombianos estaría parado frente al paredón.
La colombofagia tiene en sus manos el control de la guillotina.