Al gato no se le pide que ayude en la vigilancia de las propiedades, no se le exige que guíe ciegos o que ayude a otras personas con discapacidades, no se lo urge para que trabaje de policía; al gato sólo se le pide que sea gato, simple y sencillamente así, lo más gato posible.
A pesar de su pobre y escaso compromiso con las disímiles funciones y trabajos humanos, el gato se las ingenió para permanecer casi atornillado a los afectos y preferencias de las personas, al menos de muchas de ellas.
De esa forma surgieron las diferentes razas que responden casi siempre a variaciones de formas, colores, largo de pelo, cuando no a mutaciones perpetuadas por la presión genética humana.
Con biotipos funcionales muy poco variados, el gato presenta muchas menos razas que el perro y ninguna de ellas apta para el desarrollo de alguna otra función particular y distante de la de cazador y guardián de las cosechas ante las alimañas.
En Egipto, cuna del gato doméstico, es donde comenzó la veneración a los feliinos a través de la formalización de un pacto sencillo y claro: el gato, por una parte, cuidaba los productos de la cosecha almacenados del ataque de ratas y alimañas y las personas, por otra parte, se encargaba de suplementar su alimentación, de cuidarlo y de darle cobijo como animal de afecto y compañía.