Amadeo González Triviño
Nuestra sociedad se casó históricamente con el conflicto. Hemos padecido toda una suma y serie de vicisitudes que se han prolongado por la clase dirigente en la política, en los gremios, en todos aquellos sectores que se predican o se hacen llamar apolíticos, de todos los que se precian de ser de uno o de otro sector, siempre polarizados entre extremos y enfrentados en dilemas que nos alejan unos de otros. En síntesis, es la misma población la que termina en un camino intrincado ad infinitum de nunca acabar.
Los términos utilizados para enrostrar cada una de las etapas históricas que hemos vivido, no son suficiente para entender la permanencia y la continuidad en esos entornos rígidos y volubles que se tocan y se chocan a la vez, donde se pierde en uno y en otro sentido los caminos del acercamiento y de la reconciliación y por tanto, surge del fondo dicho conflicto dentro de la estructura interna de la sociedad misma, barreras que se tornan infranqueables sin que hasta el momento encontremos los derroteros para salir de la crisis en la que estamos inmersos.
Surge entonces la posibilidad del cambio, y se nos plantea la urgencia de retomar el concepto de los valores y de las ritualidades propias en el comportamiento humano, como si se tratara de humanizar los actos, las palabras y la forma de construir el entorno en el que nos encontramos o en el que nos desarrollamos como elementos dinámicos de una sociedad que no avizora el camino de la paz y de la convivencia pacífica, esto es, de la paz total.
Los medios de comunicación no son ajenos a esta realidad. Y se encargan por extraños intereses de distorsionar los conceptos y de alejarnos de las metas o de los propósitos que tienen los sectores en conflicto.
Mientras tanto los sectores económicos y políticos radicales se agrupan para hacer protagonismo desde cada puesto de control de su gremio, de su gente, de sus intereses, hasta el punto que se cierran las puertas para construir las bases de otra Colombia, de otra realidad que se construya para acercar y no para polarizar como lo venimos haciendo o como lo hacen los que dominan el poder, para seguir perpetuados en el mismo, en el rol que han alcanzado y que quieren vedarle a los demás.
Hoy y siempre, nos hemos cuestionado por esa forma de abusar del amarillismo y ser partidarios del sensacionalismo de una parte y por la otra, de los formalismos institucionalizados para crear la cultura de la inculpación o de la afrenta y de la realización de postulados que nos oculten la realidad de todo lo que estamos viviendo.
Se proyectan reformas sociales, se lucha porque las mismas no se alcancen en este gobierno con el sinsabor de que son reformas necesarias y oportunas, pero donde crece el ánimo y la búsqueda de entorpecerlas por que no se puede permitir que el actual gobierno alcance a dejar una huella o permita crear la posibilidad de que en el mañana o muy pronto, esa política social que ha pretendido implementar alcance frutos y deje enseñanzas para otros sectores políticos que en su momento han sido inferiores en el reto de construir patria o de reivindicar los derechos de los ciudadanos.
El lenguaje del conflicto, no es un mero tema de lingüística y por lo tanto, es parte de una realidad que tenemos que profundizar, es algo más que pretende nombrar las cosas por su término más acorde con la realidad, más no sustituirlas y poder hacer uso de ellas en el imaginario de los hombres, en la construcción de sus realidades.
Aún estamos a tiempo de modificar y apoyar lo poco bueno que hasta el momento se ha podido generar en bien de las comunidades, busquemos consensos, busquemos acercar a la realidad los sueños y tratemos de hacer posible lo imposible, sin pensar y sin distanciarnos en pensar que esta generación u oportunidad de un cambio, vino de este o del otro sector ideológico o político, sino que es conveniente o no para la realidad social que vivimos. Es la única forma de aliviar los linderos que nos separan en un conflicto sin retorno en un conflicto social sin esperanzas.