Como si fuese un pasaje de Macondo sería la suerte de implantar en Colombia un procedimiento capaz de hacer sucumbir a los corruptos. Pero como es un país en donde la insana política tiene el poder de reprimir y desaparecer todo aquello que sea ajeno al nefasto templo de la suprema corrupción, nos queda la opción de soñar un escenario en donde lo imposible adquiera un matiz mágico y al menos sirva para estimular un viaje hacia la sensibilidad humana. Es un hecho cierto que los gobiernos de turno toman como bandera la lucha contra la corrupción; más sistemáticamente uno tras otro se sirve de este plato jugoso en su mesa y vacío en la de las enormes masas poblacionales que acusan pobreza. Pero hablar de modalidades de corrupción no es el objeto de esta columna; de hecho, por mucho que se escriba sobre ello, resultaría pálida la exposición frente a los trucos y maniobras de los torcidos en manos de gobernantes, legisladores y empresarios enquistados en la contratación pública. En cambio, sí encuentro de conveniencia plantear la posibilidad de una selección de senadores, representantes a la cámara, diputados y concejales, mediante un concurso de méritos en donde los factores decisorios de tal designación estén en armonía con las reales capacidades, conocimientos y talentos de los aspirantes a estos cabildos. Muchos ejemplos existen en Colombia para destacar que la meritocracia es un instrumento sano y que funciona. De esta manera la democracia sigue intacta y provee a la vez personas con méritos para el ejercicio de la función definida.
Una idea loca como ésta encontraría como primer escollo el hecho de que de darse tendría que pasar justamente por la decisión del ente legislador integrado por los seudo padres (algunos pocos realmente son honestos) de la patria que desde su silla elevan discursos de rectitud y transparencia mientras que por debajo de la mesa extorsionan a los ordenadores de gasto en pro de sus intereses personales y grupales. Por supuesto que mecanismos como el plebiscito podrían servir para modificar lo que al respecto ha dictado la Constitución Política de Colombia, es decir la elección popular de estos cargos. Si seguimos soñando con esta opción, necesariamente tendríamos que pasar por el examen de quién debe ser el ungido para adelantar tan colosal compromiso de seleccionar a los mejores destinados a integrar los estamentos pretendidos. Es claro que, si lo hacen colombianos, el proceso ya arrancaría cojo en razón a la creatividad que tienen los corruptos para influir sobre jurados, sin importar métodos ni montos económicos con tal de obtener el favor de una amañada designación. Un sueño como este sería posible si el jurado fuese un organismo internacional ajeno y distante a los tentáculos de estos artistas de negocios en la sombra. Una aventura así llevaría seguramente a que la circunscripción nacional se redujera por regiones y con ello simplificar el número de miembros en congreso, asambleas y concejos. De esta manera podría el país hacerse a un selecto equipo de personas con probidad para una nueva cultura política, poseedoras de notables reservas de capacidades técnicas y socioculturales desde las cuales sería más fácil conducir el país, preservando el alma de la nación y su democracia.