Por: Juanita Tovar
El Congreso de la República, tradicionalmente concebido como el espacio donde se discuten y definen los destinos del país, atraviesa una de sus épocas más lánguidas. Basta observar las sesiones legislativas de cualquier semana para ser testigos de un espectáculo que, en lugar de reflejar la majestad de la labor legislativa, se asemeja más a un reality show, donde los protagonistas parecen estar más preocupados por alimentar sus redes sociales que por ejercer la función para la cual fueron elegidos. Este fenómeno no es fortuito, sino el resultado de un sistema que ha permitido el ingreso de personas sin preparación, idoneidad ni compromiso real con las responsabilidades legislativas.
El sistema de listas cerradas, implementado con el ánimo de fortalecer los partidos políticos, ha derivado en un perverso efecto secundario: el ingreso al Congreso de personas cuya única cualidad parece ser la cercanía a los líderes partidarios o su capacidad para movilizar votos, ya sea por su popularidad en redes sociales o por favores políticos. La meritocracia, en este escenario, es una utopía. En lugar de escoger a los más capacitados para legislar, las listas cerradas abren la puerta a oportunistas, influenciadores y figuras públicas sin trayectoria ni formación, cuyo principal objetivo parece ser mantenerse en el ojo público.
Este sistema ha erosionado gravemente la calidad del debate legislativo. Si bien la Constitución de 1991 eliminó los requisitos formales de idoneidad para ser congresista en aras de ampliar la participación democrática, lo cierto es que esta apertura indiscriminada ha tenido consecuencias desastrosas. Un legislador debe ser más que un representante popular: debe ser un constructor de leyes, un defensor del interés público y, sobre todo, un pensador capaz de entender las complejidades del país y proyectar soluciones a largo plazo. Hoy, poco queda de esa visión.
Ejemplos de esta banalización abundan. Casos como los de Susana Boreal, Miguel Polo Polo y otros legisladores se han convertido en la norma, no en la excepción. Boreal, conocida por su activismo en redes, ha protagonizado episodios que han restado seriedad a su rol como representante. Polo Polo, por su parte, parece más interesado en polemizar en Twitter que en proponer proyectos de ley sustanciales. Estas figuras encarnan la transformación del Congreso en un espacio donde la teatralidad y las salidas en falso ocupan el lugar que antes correspondía al análisis riguroso y el debate profundo.
En épocas pasadas, los debates en el Congreso cautivaban al país. Legisladores como Álvaro Gómez Hurtado, Jorge Eliécer Gaitán o Carlos Lleras Restrepo representaban una estirpe de políticos con formación, visión y, sobre todo, respeto por la labor legislativa. Sus intervenciones no solo eran elocuentes, sino que tenían un impacto directo en la vida del país. Hoy, en cambio, los “debates” en el Congreso suelen ser ejercicios vacíos, repletos de acusaciones personales, discursos incendiarios y poco contenido sustancial. Esto no solo es una vergüenza nacional, sino que afecta directamente la capacidad del país para avanzar en términos legislativos.
Uno de los aspectos más preocupantes de la actual crisis del Congreso es la escasa productividad de muchos de sus integrantes. Existen legisladores que, durante todo un periodo legislativo, no presentan un solo proyecto de ley. Algunos, en cambio, se especializan en sabotear el quórum o en realizar maniobras políticas para favorecer intereses particulares. El Congreso, en lugar de ser un motor de cambio, se ha convertido en un espacio de obstrucción y marrullería.
Un país es reflejo de sus leyes, y en Colombia llevamos décadas sin lograr cuerpos normativos que doten a los ciudadanos de herramientas eficaces para enfrentar los desafíos del siglo XXI. La incapacidad del Congreso para generar reformas estructurales se traduce en un estancamiento que afecta todos los ámbitos de la vida nacional, desde la educación y la salud hasta la justicia y la economía. La crisis del legislativo es, en última instancia, una crisis del Estado.
La Constitución de 1991 marcó un antes y un después en la vida institucional del país. Sin embargo, su eliminación de los requisitos de idoneidad para ser congresista debe ser revisada. Si bien el argumento de la apertura democrática es válido, la realidad ha demostrado que esta medida ha permitido la entrada de personas sin las competencias necesarias para legislar. ¿Es hora de volver a exigir requisitos mínimos de formación académica o experiencia para aspirar al Congreso? Aunque esta propuesta podría ser vista como elitista, lo cierto es que la calidad de nuestras leyes y, por ende, de nuestra democracia, depende de la calidad de quienes las elaboran.
El Congreso no puede seguir siendo un escenario de discusiones light y protagonismos vacíos. Colombia necesita legisladores que estén a la altura de los retos actuales, que piensen en el bienestar común y no en acumular seguidores en redes sociales. La responsabilidad de un congresista va más allá de su periodo en el cargo: sus decisiones tienen un impacto duradero en la vida de millones de personas.
La crisis del Congreso es, en el fondo, un reflejo de nuestra crisis como sociedad. Hemos normalizado la mediocridad y permitido que el oportunismo sustituya al mérito. Sin embargo, no todo está perdido. Es posible recuperar la majestad del Congreso y convertirlo nuevamente en un espacio de debate serio y constructivo. Para ello, es necesario replantear el sistema de elección, fomentar la preparación de los candidatos y exigirles un compromiso real con su labor.
Colombia merece un Congreso que esté a la altura de su gente, que sea un ejemplo de responsabilidad, ética y conocimiento. Solo entonces podremos decir que hemos superado esta etapa de languidez, y que los congresistas avancen hacia una democracia más sólida y equitativa y que no solo busquen likes en Twitter para ganar popularidad.