POR: Amadeo González Triviño
Qué concepto de decencia y de dignidad puede pregonar un candidato que termina haciendo alianzas o uniendo estrategias con quien verbalmente arrasa a los otros, con quien mediante la ofensa y la amenaza y los golpes quiere imponer su voluntad y desconocer el imperio de la ley y no es transparente en sus actos públicos, tras haberse presentado como el adalid de la democracia y del decoro político.
Podríamos afirmar que como vamos, vamos bien. Que esta política o politiquería ha condenado a nuestro país a perder por completo el rumbo ideológico ético y moral y con el disfraz de cambio y de transformaciones sociales, regresa a lo ramplón, a lo bajo, al lenguaje soez, a la infamia y la calumnia y se escuda en el machismo y el protagonismo de la pelea callejera, para alcanzar a gritos que los demás le pongan cuidado o al menos vuelvan sus ojos hacia él.
Este es el país que nos está demostrando la actual coyuntura política, los efectos negativos más destacados de la especie humana y el narcisismo y la arrogancia y las ínfulas de poder de viejas mañas de élites políticas, se trastoca de la noche a la mañana en la soberbia y en la estulticia completa del irrespeto al otro y a los otros, cuando con un lenguaje que raya en la vulgaridad y en el desprestigio de quien así se pronuncia, busca amedrentar y subordinar la voluntad del otro y de los otros, al imperio de la ramplonería y de la misoginia más absoluta que pudiéramos encontrar en los seres humanos.
Consideramos que es tal la afrenta social que ha vivido el pueblo colombiano en medio de masacres, impunidad, injusticia, corrupción, que el bandidaje se pasea por todas partes, desde las altas cortes y hasta el funcionario de más baja dignidad en cualquier provincia y no nos queda más posibilidad que regresar al tiempo de la barbarie y del salvajismo, en un ciclo que nos anuncia un apocalipsis de impredecibles consecuencias. Donde a partir de congraciarnos con el bárbaro, terminamos acabando con lo poco que nos quedaba de esperanza o de lucha de cambio y de transformación social.
Será que nos merecemos la suerte que tenemos por delante en este proceso histórico colombiano y no podemos buscar salidas que nos reconcilien, que nos lleven a hacer efectivos esos postulados de acabar con la violencia, de no repetición, de lucha por la dignidad, por la ética, por el decoro y por el respeto del otro. Hoy, todo es sindicar y retrotraer el pasado del otro y de los otros, para poder buscar un escape en lo grotesco, en lo absurdo y dejamos de lado las ideas o los pensamientos que nos convoquen en la construcción de una sociedad justa e igualitaria como lo hemos soñado toda una vida.
Es acaso este momento fruto de esa dura realidad donde hablar mal del otro, donde desprestigiar y enlodar el nombre del otro y de los otros, sea la base de alcanzar el éxito y generar admiración y aplausos en favor de quienes recurren a las estrategias más dolorosas y tristes del irrespeto y de la afrenta, para imponer su voluntad, su voz y hacer alarde de una fuerza y de un conocimiento que no se tiene.
Colombia viene perdiendo la batalla de la reconciliación. Todos los esfuerzos por unir a las comunidades en torno a su propio desarrollo, a la defensa de sus instituciones, al rescate de su dignidad como democracia, están llamadas al fracaso y este proceso de pacificación que se ha intentado edificar sobre la base de la reconciliación social, ha sido un fracaso. Estamos presenciando un desastre social donde todos somos enemigos y todos luchamos contra la igualdad, la libertad, la justicia y la equidad, como si fueran lo peor que pudiéramos aspirar. Ahora todos somos enemigos unos de otros y solo queremos gritar a los cuatro vientos que todos los que han pensado en la paz y en el sacrificio de la democracia son unos indolentes que no tienen derecho a vivir, como sucede a diario evocando al supuesto pensador Hitler mientras nos alimentarnos con las masacres, los falsos positivos y la muerte a diario de los líderes sociales, todo gracias a los medios de comunicación que se han unido para acabar con la ética y la moral que aún nos quedaba.
Que nos salven los demonios de lo más profundo del averno, porque los dioses que teníamos en lo más profundo de nuestras almas, ya se rebelaron contra nuestro grito de libertad y de paz, de afecto y de sociedad.