Por: Hugo Fernando Cabrera Ochoa
Hoy el sol estuvo más intenso que nunca; el calor despertaba en mi piel esa molesta sensación de quemazón que además me impedía respirar tranquilamente. El sudor se abría espacio por los poros y los ojos se irritaban por el agua salobre que alcanza a caer en ellos, los nublaba, y casi que se perdían bajo la palma de mis manos mientras trataban de proporcionarles algo de obscuridad.
El termómetro decía treinta y ocho grados centígrados, pero el ardor en la base de mis pies y el cabello empapado por el resudor, decían otra cosa; tal vez que el registrador de la temperatura mentía porque la sensación térmica era de cuarenta y dos grados o más.
El suelo cubierto por paja reseca traqueaba al ser pisado, en una escena desgarradora porque aquello que otrora fue una verde sabana en la que pasteaba el ganado, amenazaba con convertirse en una zona desértica, azotada despiadadamente por aquel sol canicular que resplandecía de manera amenazante y que tostaba la vegetación a su paso.
Por un instante sentí desvanecerme a causa de un mareo extraño que comenzó a atormentarme sin explicación alguna. Sentí un dolor muy fuerte en la cabeza y luego entendí que estaba deshidratado; busqué en mi mochila un viejo termo que me acompañaba siempre, pero no estaba, seguramente lo había dejado sobre un destartalado mesón que había en la parte exterior de la casa, ¡sí, allí lo había dejado, no cabía duda!, el inconveniente era que me encontraba a un par de kilómetros de allí y a unos ochocientos metros de un pequeño arroyo, del que posiblemente no podía beber agua directamente, pero sí refrescarme. El malestar era intenso y por un momento sentí desfallecer.
Sacando fuerzas de donde prácticamente no tenía y escuchando el traquear del pastizal tostado, mientras un sudor frío se resbalaba por mis sienes, caminé hasta la sombra que proporcionaba un viejo samán y me resguardé del ataque solar sintiéndome un poco mejor. El generador de aquella mancha oscura que me protegía era un magnífico arbusto, allí reposé por unos minutos mientras agradecía al dueño de la vida por su presencia y pedía bendiciones para quien algún día lo sembró allí.
Aunque me sentía recuperado, mi organismo continuaba demandando algo de líquido y ya no era necesario caminar hasta el riachuelo porque la sombra de la fronda me había proporcionado la frescura que requería. Cerré los ojos y me dejé llevar por Morfeo, sumergiéndome en un profundo sueño que me condujo a una pesadilla en la que me veía solo, extraviado en un gran desierto, cuyo suelo desangrado se cuarteaba hasta el horizonte, sin muestra alguna de flora, en un ecosistema lúgubre y apocalíptico.
Miré al cielo y expresé un clamor a Dios, ¡Padre, Padre!… ¿En dónde está el agua y la vegetación, y en dónde están las aves y los animales?, de pronto una nube blanca como el algodón y brillante como las escarchas de nieve se posó sobre mí y de ella se emitió una voz que decía: “Soy tu Dios, el único Dios: Yo entregué a los seres humanos un planeta colmado de riquezas naturales para que convivieran con ellas, se alimentaran de ellas y cuidaran de ellas, pero lo único que han hecho es destruirlas y acabar con ellas, sin embargo aún están a tiempo de salvarlo, no hay que perder tiempo”, luego la nube desapareció.
A los pocos minutos desperté recuperado, caminé los dos kilómetros hasta llegar a casa, tomé mi termo y bebí del agua que tenía, saboreando cada gota y dando gracias al Creador por este regalo; desde entones no he parado de sembrar árboles, cuidar el agua y proteger los animales.