Da risa, mucha risa, la indignación de muchos colombianos frente a la lista de escritores invitados a la Feria del Libro de Madrid. Y dan risa las declaraciones de Luis Guillermo Plata, embajador de Colombia en España, al hablar de escritores neutros. Pero da más risa el malestar asumido por algunos medios, algunas revistas y uno que otro columnista. ¿Sorprendidos? ¿Sorpresa de qué?
Veamos.
A lo largo de la historia siempre han existido las exclusiones y las preferencias. A lo largo de la biografía literaria colombiana siempre han figurado los escritores del centro por encima de los escritores de las periferias y de las regiones más invisibles de la geografía nacional. En el transcurso de la cúspide narrativa de los últimos años siempre se ha visibilizado una supremacía literaria masculina que ensombrece y anula el espectro literario femenino. No es mentira que en las últimas décadas casi siempre se invita a narradores hombres a ferias del libro y festivales literarios, y se cursa invitación a una que otra mujer, por lo general a las mismas dos o tres de siempre. En esa lista, por supuesto, no entran los poetas, los cuentistas o los dramaturgos, más conocidos en el país como los invisibles, los nadies, los que no clasifican ni tienen asiento en el avión de los favoritismos (ni siquiera en la academia).
Nada de eso es nuevo. Esa es la lógica imperante de un país ignorante en materia literaria, un país que desconoce, anula y desprotege a sus artistas, intelectuales y creadores. Para el país y para los gobiernos de turno los buenos escritores son aquellos que han sido avalados por el eco mediático y una élite literaria. Y esa élite literaria, la mayoría de las veces y cuando no hay un premio nacional de por medio, se fragua y se cocina desde el centro (Bogotá). Siempre ha sido así.
Ahora bien, esa exclusión que en apariencia ofende a algunos periodistas es la misma exclusión que se practica y se impone desde medios hegemónicos como «El Tiempo», la revista «Arcadia» (cuando estaba viva) la revista «Semana» o publicaciones más pequeñas e incluso regionales: revistas y periódicos que abren sus páginas a un canon arbitrario y diseñado o pensado desde una élite letrada. Lo mismo ocurre con editoriales universitarias y colecciones de cuento o poesía.
El aparato editorial es poderoso, tanto así que se inventa premios e impone temas y líneas editoriales que lleguen fácilmente a los nuevos lectores y que sean de fácil digestión. Literatura de aeropuerto, diría mi amigo narrador Heider Rojas Quesada, quien, pese a su apellido de conquistador, es tan anónimo como inédito.
Hay muy buenos escritores en el país; lo que pasa es que hay que levantar las piedras para descubrirlos. Pero en la medida en la que ese escritor sea tímido, no guste ni practique el lobby burocrático o no pertenezca a las roscas literarias, su destino es morir y difuminarse en el silencio, los cien años de soledad y la discriminación. Eso sucedió con Aurelio Arturo, con Carlos Obregón, con Matilde Espinosa Fernández o Marvel Moreno.
Colombia cuenta con buenos narradores y buenos poetas. Lo que sucede, y eso se sabe, es que lo que no pasa por los medios no existe. Y en la medida en la que ese hombre o esa mujer no figuren en las primeras planas de los periódicos nacionales su obra formará parte del canon del olvido y del anonimato.
¿Hoy por hoy se lee en los colegios o en las universidades la obra de Álvaro Mutis, Héctor Rojas Herazo, Manuel Zapata Olivella, Germán Espinosa o Manuel Mejía Vallejo? Se sabe que son muchos los profesores que en las instituciones educativas prefieren poner de ejercicio de lectura a «Harry Potter» o la saga de «Crepúsculo». Ni hablar de las bibliotecas públicas o los programas de lengua castellana de las principales universidades del país.
La exclusión es evidente. La exclusión y las preferencias siempre han existido.
Una anécdota personal: en el año 2019 mi libro «La dulce Aniquirona» fue traducido al polaco por la académica Barbara Stawicka-Pirecka. El libro en mención fue presentado en las bibliotecas públicas de Zielona Góra y Jabłonna, en los Institutos Cervantes de Cracovia y Varsovia y en las universidades de Poznań, Szczecin, Varsovia y Cracovia. La editorial polaca Anagram solicitó una presentación en la embajada de Colombia en Varsovia. La respuesta fue casi obvia: «¡No!». Según lo expresado por una fuente diplomática de Bogotá, mi nombre y mi obra generaban resistencia y rechazo por mis posiciones siempre contrarias a los gobiernos de Uribe y de Duque. Total, la lectura en la embajada no fue posible, pese a que rara vez un escritor colombiano pisa suelo polaco y pese a que la traductora del libro es la misma que vertió al español al premio nobel de literatura polaco Czesław Miłosz.
Espero que esta columna no haya resultado demasiado neutral.