Dicen los más doctos en asuntos médicos y psiquiátricos que uno de los grandes flagelos de los últimos tiempos es el estrés. Algunos lo llaman enemigo silencioso justamente por ese efecto inapreciable que genera entre quienes lo padecen.
El afán inusitado de las nuevas generaciones, la prisa personal por llegar a cumbres sociales lejanas, las presiones familiares encaminadas al éxito y la relevancia del dinero y de la economía por encima de aspectos humanos y espirituales hacen que el ser humano contemporáneo se enfrente a sí mismo en una lucha empinada por la consecución de resultados y a la exigencia de ser cada vez más competitivos y reconocidos frente a los demás. Una deshumanización total que tarde o temprano cobra y pasa factura. Y la mayoría de las veces esa factura es de carácter psicológico. Es un asunto de salud mental que se ve reflejado en el alto porcentaje de hombres y mujeres en forma de estrés, ansiedad o cuadros de pánico.
En los últimos años un nuevo enemigo silencioso ha comenzado a moverse por nuestras ciudades, campos y poblaciones intermedias: se trata de la ansiedad climática o «ecoansiedad», una especie de miedo generalizado a la crisis ambiental, al calentamiento global y a los desastres naturales.
Según estudios desarrollados por varias instituciones alrededor del mundo, el desastre ecológico ha generado un miedo crónico entre jóvenes y adolescentes.
En el año 2017, la Asociación Estadounidense de Psiquiatría (APA) se refirió a la ansiedad ecológica como «un miedo crónico a la pérdida ambiental». Avaaz.org, organización civil estadounidense que promueve el activismo social en asuntos como el cambio climático y la protección y cuidado de los animales, financió una encuesta a niños, niñas y jóvenes sobre ansiedad climática y logró demostrar que más de 7 de cada 10 (75%) cree que “el futuro es aterrador”. Finalmente, un estudio promovido en los Estados Unidos durante el año 2020 logró establecer que el 75% de las personas (jóvenes y adultos) sienten algún tipo de preocupación por el cambio climático y los deterioros ambientales.
Ese futuro desolador, gris y apocalíptico que logramos visualizar en
«Blade runner», la película de Ridley Scott de 1982, ya es un hecho. Los ríos se están quedando sin branquias, los polos se están derritiendo, la desforestación está dejando sin pulmones al globo terráqueo, la minería (legal e ilegal) está fomentando movimientos telúricos de gran escala alrededor del mundo y la contaminación del aire y el agua está acabando con dos de nuestros bienes preciados. Se estima que para el año 2100 la extinción del oso polar, el oso panda, el elefante, la ballena, el chimpancé, el gorila de montaña, el leopardo de las nieves, el tigre de Sumatra, entre otras especies de animales, sea un hecho. Es increíble lo que el ser humano está haciendo con el planeta. Suena aterrador cómo un individuo, una sociedad, una cultura, una «civilización» son tan atrevidos de situar y causar implosiones en las «columnas» y «vigas» del globo terráqueo, sabiendo de antemano que este mismo planeta se está desmoronando sobre sus manos y sus cabezas. Lo más aterrador es que no se razone sobre el futuro de las nuevas generaciones (los hijos, nietos y bisnietos) ni sobre las especies de animales que lograrán sobrevivir a tanta locura, tanta irracionalidad y tanta hambre de autodestrucción.
La tierra es una sola y el futuro del planeta depende de las acciones de cada uno de los hombres. Estudios recientes demuestran que la sola reducción del consumo de carne de res mejoraría ostensiblemente la salud y el bienestar del planeta.
Pese a todas estas advertencias, el ser humano sigue ciego ante esta realidad que se nos manifiesta de forma permanente.
La ansiedad climática o la «ecoansiedad» son los malestares y las perturbaciones de los nuevos tiempos. Y el ser humano lo sabe.