Por: María Clara Ospina
El Día de los Muertos es la fiesta más alegre y popular de México. En ella participan desde los abuelos hasta los más pequeños. México entero recuerda y celebra la vida de los seres amados que ya partieron. Es una fiesta al amor, no es un día de lágrimas. Es una celebración de esas vidas, esas personas especiales que jamás olvidaremos.
En cada casa, negocio, fábrica mexicana se hace un altar de ofrendas en honor a los muertos de la familia, los compañeros idos, o a quienes se quieran recordar. Las ofrendas deben tener arreglos de cempasúchiles, o marigoles, como llamamos en Colombia esas flores amarillas, y cosas que representen los placeres, como dulces y chocolates y los “pecadillos”, como una botellita de tequila, platillos que gustaban al muerto, velas, un plato con sal y un vaso con agua y, naturalmente, los retratos de los homenajeados.
Este año tuve el gusto de pasar el día de los muertos y la semana anterior, en la capital de México y les cuento que los chilangos o defeños, como se les dice a los pobladores del DF (Distrito Federal) lo celebran con gusto.
El Paseo de la Reforma, magnífico eje de la ciudad, estaba completamente decorado con cempasúchiles y en sus costados había decenas de enormes calaveras pintadas con colores, diseños y flores, además de las famosas “Catrinas”, esqueletos de mujer vestidos de gala y cientos de fantásticos “alebrijes”, animales monstruosos, hechos en “papier-mache”, mitad sapo, mitad culebra o dragón o murciélago, o lo que cada artesano quiera crear siguiendo la tradición imaginada hace unas décadas por un famoso artesano, durante una pesadilla.
Las panaderías producen “Pan de Muerto”, azucarados mojicones de todos los tamaños en forma de calaveras, ataúdes o esqueletos. Los restaurantes tienen platillos especiales y los frentes de las casas y los negocios compiten con decoraciones con flores amarillas, calaveras, Catrinas y esqueletos.
Participamos en el desfile de las Catrinas por El Paseo de la Reforma hasta el Zócalo, la monumental Plaza Central de la capital, rodeada por la Catedral, la capilla del Sagrario y el palacio de gobierno, además de hermosos hoteles y edificios con doscientos o trescientos años de historia.
Todos los edificios estaban iluminados con luces moradas y flores amarillas. Desfilaron, entre otros, médicos y enfermeras con esqueletos pintados sobre sus uniformes, comparsas de mujeres vestidas de novias y novios cadavéricos, familias enteras, inclusive sus perros, disfrazados como difuntos, con las caras cadavéricas, aztecas con sus plumas fantásticas y sus huesos. Yo me uní con flores en la cabeza y la cara pintoreteada como muerta, como todos allí celebrando mis muertos.
Un día después, más de 350 alebrijes gigantes desfilaron y en los días consecutivos hubo enormes desfiles y fiestas con bandas orquestas, cantantes, totes (pólvora) y muchos, muchos, esqueletos.
Esta tradición se remonta a la época prehispánica. Se dice que para el alma llegar al eterno descanso debe pasar por una serie de difíciles pruebas y, la tarea de los familiares y amigos del difunto es acompañar su alma hasta su eterno descanso cubriendo la tumba con lo que amaba: flores, velas, comidas y recuerdos.
Entre tantos pueblos famosos por sus celebraciones se destacan, Pátzcuaro, Oaxaca, Aguascalientes y Janitzio. Volveré para vivirlos el Día de los Muertos.