Podrán decirme que soy un hombre atado a la costumbre anticuada del respeto a la mujer; un analfabeto del nuevo lenguaje de la música moderna, un troglodita que se niega a respetar el derecho a la libre expresión de la persona del siglo XXI. Sí, todo eso por cuenta de maldecir la creación degradante en géneros como la música que recurre a la vulgaridad, la obscenidad y la creación de imágenes que llevan a la mujer a estadios de minusvaloración de su esencia, de ese eterno femenino en el cual las culturas más antiguas como la griega o la egipcia, en épocas de edades florecientes en sabiduría, desarrollo cultural y también de la sensualidad connatural a tan única creación divina: Ella. Prestigiosos cantantes de la muy cacareada farándula latino americana y del mundo registran con gran impulso en redes sociales, composiciones en las cuales llaman perra a la mujer y luego ponen en su boca expresiones que exacerban impulsos de vibraciones que instan libertinajes, ya sin límites. Expresiones como Quiero que me cojas, Soy tu perra, etc, se muestran como referentes que muchas jovencitas no alcanzan a decantar para mantener su valor auténtico como seres humanos dadores de vida, alimentadores de emociones bellas que congenian con la armonía, el decoro y la felicidad, posible desde el recato bello y admirado que durante centurias ha lucido la mujer. Basta escuchar el más reciente tema del famoso cantante J. Balvin llamado Perra. No es que quien esto escribe y tal vez tampoco miles de lectores, seamos puritanos, pero canciones como ésta me producen un profundo asco, un repudio ante la usurpación de quien se dice artista y se jacta de producir música que apesta, que agrede al ser humano y lo perfila hacia paradigmas en donde los valores que sostienen a la humanidad en armonía con la madre Natura y el cosmos infinito, anuncian su muerte.
Me gusta admirar el ritmo de particularidad de la mujer que aún en los ámbitos más agrestes y hostiles, se siente y se deja ver como mujer, por ejemplo, las mujeres de la guerrilla colombiana que terciado llevaban un fusil, se les solía ver también con sus labios encendidos en tonos que hacían juego con toda suerte de collares o manillas. Y qué decir de la mujer que se preparaba para viajar a la zona de conflicto en la segunda guerra mundial y dentro de su equipaje ponía sus zapatos de tacón alto. La mujer es bella por que se deja sentir por sí misma, por lo que natura le ha legado. Ella, la que podría tener el menor atributo físico de belleza comercial, es un ser que enternece y que anima en su entorno la sensación indefinible de ser querida, de ser deseada, cuidada y, por ende, excepcionalmente bella. Para qué llenarla de epítetos denigrantes, para que corromperla en un comercio que lesiona su más íntimo ser.
Quienes somos padres de familia o hermanos, abuelos o tíos de niñas, de señoritas o de mujeres adultas, y también quienes incursionamos en manifestaciones artísticas y culturales inmersas en el imaginario colectivo que nos liga a arquetipos en los que la mujer tiene siempre un significado y un lugar de admiración, respeto, amor y de sensaciones que solo ellas pueden despertar, seguramente nos toque, tristemente, ver cómo cada día ella es convertida en una cosa más, una mercancía más, cuya puesta en valor en canciones como la del señor Balvin, cotiza más y mejor en las redes sociales para acrecentar las cuentas de banco del agresor cantante que pese a tener talento y fama para ofrecer mejores cosechas de su acervo artístico, prefiere envilecer a la mujer. Y de paso, aunque él no lo crea, pasar a la historia como un rufián que se valió del pentagrama para crear desarmonías, anti melodías generadoras de ruido, hostigando la esencia de la mujer que otrora fuera sacerdotisa en templos egipcios o en ceremonias griegas, o bien, campesina o empleada de oficina, policía o madre cabeza de hogar, aún en este tiempo de una humanidad que, al decir del filósofo Samael Aum Weor, es caduca y degenerada.