Décadas atrás, recalcitrantes voceros de la izquierda atacaban sin piedad a la industria farmacéutica; argüían que no era más que un negocio y la acusaban de inventar enfermedades para ofrecer supuestas curas, así como también de ofrecer curas falsas y tratamientos inútiles para remediar padecimientos reales, todo con el único fin de facturar ingresos billonarios.
Vaya un ejemplo: se llegó a decir que el sida no existe, que es un invento, que nadie ha muerto de sida, que los costosos antirretrovirales que han hecho manejable una enfermedad que era mortal, no son más que placebos de altísima rentabilidad, etc. Y no menos se ha llegado a decir del cáncer y de otras patologías.
Hay quienes afirman que los extremos se tocan, aunque parezca imposible unir cosas tan disímiles. Pero lo cierto es que algo que nos ha dejado la pandemia es una masa de conspiranoicos de extrema derecha que encontraron en el virus la disculpa perfecta para tejer teorías falaces de dominación y exterminio, y en el camino terminaron imitando a quienes han sido su contraparte.
¿Qué no se ha dicho del covid-19? Que no existe, que se trata de un invento para hacer negocios, que nadie se ha muerto de covid, que las vacunas no sirven, que los tapabocas son nocivos porque la gente termina respirando su propio dióxido de carbono, que se cura tomando hipoclorito o con un antiparasitario para vacas y caballos como la ivermectina y muchas majaderías más.
Pero, tal vez, la mayor de las necedades ha sido la de afirmar que la pandemia se creó para tener la excusa de vacunar a todo el mundo no ya para controlar a los habitantes del planeta mediante un imaginario ‘chip’, sino para matar al 90% de la población mundial y salvar así al planeta de su destrucción por el calentamiento global.
Esa es la verdadera razón por la que centenares de millones de personas en el mundo no se quieren inmunizar y desconfían absurdamente de las vacunas sin que haya poder humano que les demuestre la debilidad de sus argumentos, empezando por eso de que las vacunas son de prueba y que ellos no se van a prestar a ensayos, como si la realidad no demostrara que cualquier fármaco ofrece riesgos, aunque haya sido aprobado por las agencias respectivas. Eso no es ninguna novedad.
De hecho, hay drogas que son vedadas tiempo después de estar en uso porque nuevos descubrimientos ponen en la palestra algún efecto nocivo. En los años sesenta, se demostró que la talidomida causa deformaciones congénitas y se prohibió usarse en mujeres embarazadas. Hoy solo se usa en el tratamiento del cáncer mieloide. Y tenemos cerca el caso de la popular ranitidina, retirada del mercado hace un par de años por descubrirse que el compuesto puede generar una sustancia cancerígena.
Ahora, se desconfía de que las vacunas contra el covid-19 hayan sido producidas en tan corto tiempo y que no sean del tipo tradicional de inoculación de un virus atenuado sino de la tecnología del ARN mensajero, a la que se sindica de ‘alterarnos el código genético’. Pero resulta que las vacunas de ARNm se vienen desarrollando hace treinta años, que las vacunas de AstraZeneca y Jannsen son del método tradicional y que cualquier investigador experto en el tema sabe y puede garantizar que estas vacunas no varían el código genético de nuestras células.
Pero si la política es fácilmente falseable, la ciencia no, por más que algunos lo pretendan. A pocos meses de tener controlada otra pandemia en la historia humana, y de que simplemente quede como un mal recuerdo, las especulaciones geopolíticas darán para muchos libros y películas al estilo James Bond. Las teorías de conspiración, en cambio, darán para miles de papers de siquiatría.