Por Juan Pablo Liévano
El estallido social en Chile obligó a iniciar un proceso de reforma constitucional. En realidad, varios sectores políticos clamaban de tiempo atrás por una reforma a la constitución de Pinochet, que consideraban conservadora y un impedimento para alcanzar el bienestar nacional, aun cuando otros sectores la consideran una buena constitución, que contribuyó a la estabilidad política y al desarrollo económico. Para los sectores de izquierda en Chile, la reforma constitucional es fundamental para mejorar al país y avanzar en la profundización de los derechos y, además, la consideran necesaria para cerrar el ciclo de la dictadura de Pinochet. Para sectores de derecha, una nueva constitución bajo un matiz de izquierda, no haría mejor a Chile, sino que, por el contrario, podría crear obstáculos para el desarrollo del país, al garantizar costosos derechos de segunda generación, que consideran responsabilidad de cada uno, y al permitir un estado más grande e invasivo en la esfera privada y empresarial. En realidad, el estallido social, que para muchos fue un estallido delincuencial, además de obligar a un proceso constitucional para calmar al país, terminó con la victoria de la izquierda. Así, Boric y los sectores de izquierda realizaron el primer intento de reforma. El texto propuesto en 2022 fue rechazado por el 62% de los electores, al considerarlo demasiado de izquierda. A pesar de ello, el Gobierno Boric y los sectores de izquierda insistieron en la reforma y fueron derrotados en las elecciones de los encargados de redactar la nueva constitución. Como resultado, se presentó hace unos días un nuevo texto constitucional, ahora de derecha, que también fue rechazado por los ciudadanos. Este fallido proceso de reforma constitucional en Chile deja varias enseñanzas que serían también aplicables en otras jurisdicciones. La primera, y más importante, es que, a pesar de que los extremos ganan elecciones, los extremos no necesariamente ganan plebiscitos constitucionales. Los electores se dejan llevar por el momento, sus pasiones y los extremos a la hora de elegir presidente o congresistas, que son reemplazados cada cuanto, pero no a la hora de aprobar un texto constitucional que es definitivo y va “dictar” el orden económico y social. Por eso, la mayoría de los electores tienden a rechazar el dogmatismo hecho constitución y buscan más equilibro y ponderación. En segundo lugar, en estos casos, se puede presentar una desconexión entre el querer ciudadano y los líderes políticos pues, estos últimos, en lugar de comprometerse con soluciones intermedias y ponderadas, que sirvan a la mayoría y a país en general, mantienen posiciones extremas e inmodificables. En tercer lugar, cómo probablemente lo entienden los chilenos, las nuevas constituciones no garantizan tener mejores países, menos si contienen modelos económicos y de asistencia social extremos. La mesura y el punto medio son la clave de una buena constitución, donde haya campo para todos. En síntesis, el proceso constitucional chileno puso en consideración de la ciudadanía textos constitucionales que no gustaron, lejos de la realidad y de las necesidades de la mayoría de la ciudadanía. Así, en Chile, seguirá ganando la constitución de Pinochet, hasta que las fuerzas políticas lleguen a un texto más ponderado y de centro, que guste y convenza a la mayoría de la ciudadanía.