Por: Felipe Rodríguez Espinel
En un momento crítico para la democracia colombiana, las palabras de la saliente Procuradora General, resuenan con una urgencia innegable. Su advertencia sobre el peligro de debilitar los órganos de control no es solo un llamado de atención, sino un grito de alarma que todos los colombianos deberíamos escuchar con atención.
La democracia, ese delicado ecosistema de pesos y contrapesos, se sostiene sobre pilares fundamentales, entre los cuales los entes de control juegan un papel primordial. Estos organismos, como la Procuraduría, la Contraloría y la Defensoría del Pueblo, no son meros espectadores burocráticos, sino guardianes activos de los derechos ciudadanos y de la integridad del Estado.
En un país donde la corrupción ha sido una plaga persistente, debilitar estos organismos equivaldría a desarmar al centinela frente a una amenaza inminente. La historia reciente de Colombia está plagada de escándalos que han erosionado la confianza pública, desde el caso de Odebrecht hasta los más recientes cuestionamientos sobre contrataciones estatales. En este contexto, ¿podemos darnos el lujo de desmantelar nuestras defensas?
La polarización política que vivimos actualmente no es ajena a esta discusión. De hecho, es en tiempos de división cuando más necesitamos instituciones fuertes e independientes que puedan mediar y supervisar sin sesgos partidistas. La concentración del poder en el ejecutivo, no es solo una amenaza teórica, sino un riesgo real que podría desembocar en un autoritarismo encubierto.
Además, en un momento en que Colombia enfrenta desafíos económicos y sociales sin precedentes, desde la inflación galopante hasta la crisis del sistema de salud, pasando por la creciente inseguridad, los entes de control son más necesarios que nunca. Estos organismos no solo fiscalizan, sino que también pueden ser catalizadores de soluciones, al identificar fallos sistémicos y proponer reformas basadas en evidencia.
Sin embargo, es importante reconocer que la crítica a los entes de control no surge de la nada. Ha habido casos de politización y cuestionamientos sobre su eficacia. La solución, no obstante, no es debilitarlos, sino fortalecerlos y reformarlos para que cumplan su misión con mayor independencia y efectividad.
En toda América Latina, hemos sido testigos de cómo el debilitamiento de las instituciones de control ha llevado a retrocesos democráticos. Venezuela y Nicaragua son ejemplos extremos, pero incluso en democracias más robustas como Brasil, los ataques a estos organismos han tenido consecuencias negativas.
En Colombia, el reto es doble. Por un lado, debemos proteger y fortalecer nuestros entes de control. Por otro, es imperativo que estos demuestren su valor a una ciudadanía cada vez más escéptica. Esto implica no solo combatir la corrupción de manera más efectiva, sino también comunicar mejor su labor y sus logros.
La fortaleza de nuestra democracia, aunque imperfecta, ha demostrado una notable resiliencia a lo largo de las décadas. Hemos superado crisis que habrían derribado sistemas más débiles. Pero esta fortaleza no debe darse por sentada. Cada generación tiene la responsabilidad de proteger y perfeccionar nuestras instituciones democráticas.