Por: Felipe Rodríguez Espinel
En el corazón de la ambiciosa agenda social del gobierno de Gustavo Petro, el Ministerio de la Igualdad y la Equidad se erigía como un faro de esperanza para millones de colombianos. Sin embargo, hoy se encuentra sumido en una crisis que amenaza no solo su existencia, sino también la credibilidad de las promesas de cambio social en Colombia.
Con la sentencia de la Corte Constitucional, que declaró inexequible la ley fundacional del Ministerio, ha expuesto las grietas en la planificación y ejecución de esta iniciativa gubernamental. Este tropiezo jurídico, lejos de ser un mero tecnicismo, revela una preocupante falta de rigor en la concepción de políticas públicas fundamentales para el país.
Su baja ejecución presupuestal, con apenas un 19% del presupuesto utilizado hasta agosto de 2024, es un síntoma alarmante de una enfermedad más profunda: la incapacidad del Estado para traducir las buenas intenciones en acciones concretas. Este dato, más que un número, representa oportunidades perdidas para comunidades vulnerables que esperaban ver cambios tangibles en sus vidas.
La lenta consolidación de la estructura operativa refleja una improvisación que resulta inaceptable cuando se trata de abordar problemas tan urgentes como la desigualdad. La tardanza en la definición de modelos operativos y manuales de funciones no solo paraliza la acción gubernamental, sino que también erosiona la confianza pública en la capacidad del Estado para gestionar el cambio social.
Es importante contextualizar esta crisis dentro del panorama más amplio de la gestión del gobierno Petro. Este patrón sugiere que los problemas del Ministerio de la Igualdad son sintomáticos de desafíos más amplios en la administración pública colombiana.
La paradoja es evidente. Un Ministerio creado para combatir la desigualdad se encuentra atrapado en las mismas ineficiencias estructurales que pretende erradicar. Esta situación plantea preguntas incómodas sobre la capacidad real del Estado colombiano para implementar reformas sustanciales en su estructura social y económica.
El gobierno debe reconocer que la lucha contra la desigualdad requiere más que declaraciones grandilocuentes y la creación de nuevas entidades. Requiere una planificación meticulosa, una ejecución eficiente y, sobre todo, un compromiso inquebrantable con la transparencia y la rendición de cuentas.
La crisis de este Ministerio es un llamado de atención para repensar cómo se diseñan e implementan las políticas públicas en Colombia. Es imperativo que el gobierno, en colaboración con el Congreso y la sociedad civil, trabaje no solo para corregir los vicios jurídicos señalados por la Corte Constitucional, sino también para establecer mecanismos que garanticen la eficacia y la eficiencia en la gestión pública.
El destino de esta entidad será un test crucial para la administración Petro. Su éxito o fracaso moldeará la percepción pública sobre la viabilidad de implementar cambios estructurales en Colombia. En un país hambriento de transformación social, no podemos permitirnos el lujo de que las promesas de igualdad se desvanezcan en el laberinto de la burocracia y la ineficiencia estatal.