Por: Hugo Fernando Cabrera Ochoa
Una de esas terapias que me encanta aplicar para subir el ánimo es tratar de recordar momentos gratos, instantes bonitos de mi infancia, situaciones agradables que viví cuando era muy pequeño y junto con mis padres y hermanas compartíamos aventuras maravillosas, en los que estar juntos era nuestra mayor riqueza y felicidad.
Por ser hijo de maestros, en aquella época itinerantes, pudimos recorrer preciosas zonas rurales, en las que gente sumamente generosa, nos acogía con gran cariño y nos brindaban su amistad desinteresada; de ellos guardo los más gratos recuerdos.
Pero si hay algo que viene a mi mente siempre, es la presencia permanente de un altar adornado con flores, el cual era ubicado contra una pared en la que se colocaba un hermoso cuadro del Señor de los Milagros de Buga que mi abuelita materna (Mamá Rafica) les obsequió a mis padres y encima de éste, una camándula grande de pepitas de madera. La mesa estaba cubierta con un mantel de encaje blanco, siempre impecable; sobre ella una Biblia, una imagen de la Santísima Virgen, de San Cipriano y del hermano José Gregorio, el médico de los pobres.
Mi madre ha sido una mujer muy piadosa toda su vida; no puedo recordar exactamente desde qué edad nos hacía sentar alrededor de este hermoso altar a rezar el Santo Rosario, lo que sí viene a mi mente es que era muy seguido, pero no podría decir que era todos los días porque faltaría a la verdad.
La última etapa que vivimos en el campo, fue cuando mi madre era docente y mi padre director de la Colonia Escolar Heliodoro Rozo en Gigante, hoy llamada Institución Educativa Dorian Sierra Ríos, y aunque mi viejo fue quien llevó la luz eléctrica, hizo construir el acueducto que aún hoy existe, el polideportivo, baterías sanitarias e importantes adecuaciones para alojar a más de un centenar de niñas provenientes de diferentes zonas del departamento que iban internas, además de brindar educación a niños y jóvenes de las veredas cercanas, no tuvo la vanidad para querer ponerle su nombre, pues su sencillez era su mayor grandeza.
Por vivir es esta zona apartada, cuya vía era todo un desastre, el transporte precario, no había teléfonos y mucho menos celulares; el acceso a un médico, en caso de enfermar era un tema complicado, así que nuestro médico espiritual era el doctor José Gregorio y su asistente mi madre, quien, en su juventud, antes de ser docente, fue enfermera en el hospital de Tarqui y en el de Neiva.
Hoy, 30 de abril, el médico, científico, profesor y filántropo, de vocación religiosa católica y franciscano seglar venezolano, José Gregorio Hernández, será beatificado por la Iglesia, luego de que en 1972 la Santa Sede reconociera en él una vida virtuosa y ejemplar, por lo cual le concedió el primer título que se otorga en el camino hacia la santidad que es “Siervo de Dios”.
Posteriormente el 16 de enero de 1986, su Santidad el Papa Juan Pablo II, lo declaró “Venerable”, dadas las virtudes heroicas que le fueron reconocidas. El proceso se renovó el 18 de enero de 2019, luego de un milagro atribuido por la Iglesia Católica a José Gregorio Hernández en San Fernando de Apure, en el que una niña se recuperaría de una herida de bala; es así como su Santidad El Papa Francisco autorizó la beatificación el 18 de junio del 2020. A raíz de lo anterior, por gracia de Dios, la Iglesia Católica decretó la ceremonia de beatificación para el 30 de abril de 2021. Hoy en día el altar de mi madre sigue intacto y ella está feliz, así como nosotros, por la merecida beatificación del médico de los pobres, José Gregorio Hernández Cisneros.