Recorriendo ciudades grandes y populosas el transeúnte se encuentra hoy en día con el omnipresente olor de la marihuana. Las famosas tiendas de “cannabis medicinal” la venden como quien vende Marlboro y ningún comprador tiene cara de estar enfermo, aunque en realidad puede serlo en alguna medida. Cogió vuelo a velocidades increíbles esta yerba que ha sido presentada como la más inocente de todas las creaturas de la tierra. Y con toda seguridad, poco a poco, irá conquistando más y más personas que la consumirán para lograr algo de características más bien difusas, aunque sus efectos a largo plazo son todo menos difuso. La legalización de la marihuana y su consiguiente “normalización” hace parte de ese mundo fundado en la mentira que está a muy pocos pasos de apoderarse de todo lo bueno que hay en la vida.
Hoy en día es prácticamente imposible abrir una discusión sensata sobre lo que realmente es y produce en el ser humano un elemento como la marihuana. Lo mismo que sobre todas las sustancias sicoactivas o el alcohol o cualquiera otra adicción. Nadie quiere escuchar voces aguafiestas sobre estos temas. ¡Así es la vida y hay que aceptarla como venga! Eso dicen los entregados a este mundo destructivo. Pero, no obstante. La oposición al discurso aguafiestas, este hay que seguir pronunciándolo para poner sobre aviso a quienes, siquiera remotamente, pudieran pensar que en la marihuana y en las sustancias de ese tipo hay un terreno fértil para la vida humana. No hay sino una vía de agotamiento, de postración y finalmente de muerte.
Y en el discurso crítico hay que señalar una y otra vez a todos los que, desde la política, los medios, las redes sociales, los círculos de amigos, los compañeros de estudio y trabajo, se empeñan en liberar toda sustancia que acabe con la vida humana. Son responsables ante Dios y ante la sociedad, ante las personas adictas y ante ellos mismos, de ser autores de destrucción y muerte. El mal que hacen es enorme. Derrumban vidas como viejos edificios, después de caer en ruina. Destruyen y llenan de tristeza familias enteras, ocupan innecesariamente el sistema de salud y obligan a emplear recursos en tratamientos con pocas posibilidades de curación, recursos que podrían ir a favorecer a los pobres y quizás a los enfermos por causas naturales. Toda una gran injusticia social se ha tejido al legalizar y normalizar el consumo de la marihuana y sustancias similares.
En realidad, la normalización del uso de la marihuana es un escándalo que tratan de tapar con gritos estridentes de libertad y falsas noticias médicas. El olor de la marihuana es, en realidad, el mismo del infierno.
El olor de la marihuana
Recorriendo ciudades grandes y populosas el transeúnte se encuentra hoy en día con el omnipresente olor de la marihuana. Las famosas tiendas de “cannabis medicinal” la venden como quien vende Marlboro y ningún comprador tiene cara de estar enfermo, aunque en realidad puede serlo en alguna medida. Cogió vuelo a velocidades increíbles esta yerba que ha sido presentada como la más inocente de todas las creaturas de la tierra. Y con toda seguridad, poco a poco, irá conquistando más y más personas que la consumirán para lograr algo de características más bien difusas, aunque sus efectos a largo plazo son todo menos difuso. La legalización de la marihuana y su consiguiente “normalización” hace parte de ese mundo fundado en la mentira que está a muy pocos pasos de apoderarse de todo lo bueno que hay en la vida.
Hoy en día es prácticamente imposible abrir una discusión sensata sobre lo que realmente es y produce en el ser humano un elemento como la marihuana. Lo mismo que sobre todas las sustancias sicoactivas o el alcohol o cualquiera otra adicción. Nadie quiere escuchar voces aguafiestas sobre estos temas. ¡Así es la vida y hay que aceptarla como venga! Eso dicen los entregados a este mundo destructivo. Pero, no obstante. La oposición al discurso aguafiestas, este hay que seguir pronunciándolo para poner sobre aviso a quienes, siquiera remotamente, pudieran pensar que en la marihuana y en las sustancias de ese tipo hay un terreno fértil para la vida humana. No hay sino una vía de agotamiento, de postración y finalmente de muerte.
Y en el discurso crítico hay que señalar una y otra vez a todos los que, desde la política, los medios, las redes sociales, los círculos de amigos, los compañeros de estudio y trabajo, se empeñan en liberar toda sustancia que acabe con la vida humana. Son responsables ante Dios y ante la sociedad, ante las personas adictas y ante ellos mismos, de ser autores de destrucción y muerte. El mal que hacen es enorme. Derrumban vidas como viejos edificios, después de caer en ruina. Destruyen y llenan de tristeza familias enteras, ocupan innecesariamente el sistema de salud y obligan a emplear recursos en tratamientos con pocas posibilidades de curación, recursos que podrían ir a favorecer a los pobres y quizás a los enfermos por causas naturales. Toda una gran injusticia social se ha tejido al legalizar y normalizar el consumo de la marihuana y sustancias similares.
En realidad, la normalización del uso de la marihuana es un escándalo que tratan de tapar con gritos estridentes de libertad y falsas noticias médicas. El olor de la marihuana es, en realidad, el mismo del infierno.