Por: GERARDO ALDANA GARCÍA
La literatura, desde el rico y exuberante, y a veces sintético universo de la narrativa, contiene la disciplina del minicuento. Igualmente, lo que algunos expertos llaman microcuento; en todo caso, uno y otro son hermanados bajo la característica de ser un relato breve, en el que se hace referencia a historias, bien sean reales o ficticias, al tiempo que asumen alguna temática única a lo largo de la obra. Se trata de un ejercicio de escritura que suele presentar a los personajes al inicio para desarrollar su papel en un espacio y tiempo determinados. Eso sí, el autor tiene el reto de contar la historia en muy pocas líneas, en brevísimas palabras. De hecho, hay concursos que imponen como requisito al participante, ofrecer el relato en no más de cien palabras. Pero el relato breve puede cobijar igualmente al dinámico mundo del periodismo, en donde los espacios para el texto de contenido son generalmente limitados, y ni se diga, de los titulares que deben tener la fuerza de motivar una entrada de impacto al lector, de cara a seducirlo hacia la página del artículo, la crónica o la columna periodística.
Y bajo el amparo y exigencia literaria del relato breve, quiero compartir con los lectores algunas miradas de la vida nacional o internacional que, como siempre, afectan al hombre.
El hombre fuerte de Venezuela, esposado frente al Palacio de Miraflores, llora la debilidad de sus fieles militares.
Los corruptos de mi gobierno son menos malos que los de Duque y Santos: Petro.
Colombia fue la mejor selección de la Copa América; Argentina la contempla desde el sitial de la reina.
La culpa es del gobierno que no autorizó a tiempo a nuestros camaradas anónimos para que pudiesen salir con nosotros a dar un paseo en camionetas escoltadas por la UNP.
Los muertos en Gaza y Ucrania, como en Israel y Rusia, son siempre culpa de los primeros: Hamas, Putin y sus torpes aliados de América Latina.
El siguiente relato breve encarna lo contado por un niño en una de las versiones del Concurso Nacional de Minicuento Rodrigo Díaz Castañeda, en el municipio de Palermo – Huila.
La mamá mandó al niño de seis años a la tienda, dándole un billete de $20.000. Traiga $8.000 en huevos, y pilas con las vueltas. El niño regresó con los huevos y tres pares de pilas Eveready.
Los siguientes son extractos de la novela El Niño de Las Cruces, autoría del suscrito columnista.
Yo no mato niños, ni mujeres embarazadas, comandante. Una lluvia de plomo cargó con el alma del desobediente miliciano.
Selva que mirando tus pies ves la llanura lejana donde el vate se inspiró para llamarte Tierra de Promesa, no dejes que la sangre de los hombres malos contagie tu savia, porque entonces nuestro valle será maldito.
Hay tanto dolor deambulando en esta selva que las hadas no cesan de llorar cada vez que consultan los archivos de la madre natura.
Este es su santuario, seguramente el lugar en donde todos vestidos de color de jungla se pierden a la vista extraña que no adivina el matrimonio que tienen con la selva, bendita madre que los acoge los exige, los alimenta y también los devora.
El trajín de la selva a lo largo de tres años de cautiverio había cargado su rostro de la rusticidad del monte inaccesible.
Los hombres y mujeres asaltados por la lluvia de la selva cubríamos nuestros miedos bajo las frondas centenarias. Unos al amparo del fusil, otros junto al árbol al que yacía atado su cuello, cual perro humillado.
El cadáver de un camarada que concitaba la atención de todos, ahora tan frío como los nervios del gatillero frente a su víctima, tampoco escapaba la guardia que custodiaba su mortaja.
La jungla sabe que ahora todos somos sus secuestrados. Solo la adormecida tropa y sus comandantes excitados sueñan un mañana con el poder en sus manos, y nosotros, desposeídos de la libertad, lloramos silenciosos la próxima muerte, tal vez la mía.