Por: Felipe Rodríguez Espinel
La reciente polémica desatada por las declaraciones de altos funcionarios del gobierno sobre el aumento del salario mínimo para 2025 revela una paradoja interesante en la política colombiana. Un gobierno que se autodenomina progresista está proponiendo aumentos moderados, mientras enfrenta críticas no tanto por las cifras sino por la forma de comunicarlas.
Las declaraciones del ministro Ricardo Bonilla y del director de Prosperidad Social, Gustavo Bolívar, sugiriendo aumentos del 6.2% y 6.5%, han generado un remezón en las centrales obreras. Sin embargo, lo fascinante no es el porcentaje en sí mismo, sino la ruptura con una tradición no escrita de la política colombiana, la discreción gubernamental previa a las negociaciones del salario mínimo.
Esta situación nos presenta varios niveles de análisis. En primer lugar, estamos ante un gobierno que parece estar adoptando una postura más conservadora en materia económica de lo que su retórica inicial sugería. La propuesta de un aumento cercano al 6% contrasta significativamente con los incrementos de dos dígitos de los últimos años. Este giro pragmático podría interpretarse como un reconocimiento tácito de las realidades macroeconómicas que enfrenta el país.
Sin embargo, la forma de comunicar estas propuestas ha generado una crisis de confianza con los sindicatos, tradicionalmente aliados naturales del gobierno actual. La CUT, por boca de su presidente, ha expresado su malestar no tanto por las cifras propuestas, sino por lo que consideran una interferencia indebida en el proceso de negociación.
Colombia enfrenta un panorama económico complejo, una inflación que, aunque cediendo, sigue siendo significativa, un crecimiento económico modesto y desafíos en materia de empleo formal. El gobierno parece estar intentando establecer expectativas realistas antes de las negociaciones, pero esta estrategia podría resultar contraproducente.
La reacción de los sindicatos refleja una preocupación más profunda, el temor a que estas declaraciones oficiales establezcan un techo psicológico para las negociaciones. En un país donde más de dos millones de trabajadores dependen directamente del salario mínimo, y muchos más lo utilizan como referencia, el impacto de estas discusiones trasciende lo meramente económico.
Es importante recordar que Colombia ha mantenido una tradición de incrementos del salario mínimo por encima de la inflación, buscando no solo preservar el poder adquisitivo sino mejorarlo gradualmente. La propuesta actual, que incluye la inflación proyectada más un punto de productividad, mantiene técnicamente esta tradición, pero de una manera más conservadora.
Con la postura actual del gobierno, estamos presenciando un cambio en la forma de hacer política económica en Colombia. Petro, quien llegó con promesas de transformación social, parece estar jugando entre el pragmatismo económico y sus compromisos ideológicos.
El desenlace de esta negociación será crucial no solo para los trabajadores colombianos sino también para la credibilidad del gobierno en su manejo de la política económica. Por ahora, parece que las formas han eclipsado el fondo del debate, y la mesa de negociación iniciará sus trabajos en un ambiente de tensión que podría haberse evitado con una mejor estrategia de comunicación.