Amadeo González Triviño
Un hombre venido de la manigua, hijo del conflicto y de las pasiones, un ser humano que ha podido desentrañar ese ilógico sendero del destino y que en medio de sus trazos, sus formas de moldear y de trabajar desde el papel hasta la cera, hoy en día le ha permitido un reconocimiento que va más allá de nuestras propias fronteras, de nuestra provincialidad, de nuestro terruño gracias al arte y la forma como pretende manifestar su lucha por la libertad, pero que se deja atrapar por las pasiones desbocadas de sentimientos encontrados que generan suspicacias, pero que esconden un espíritu aventurero y fortalecido por sus sueños y esperanzas de una sociedad mejor.
Todos sabemos que al confrontar en principio, las formas de la vida, las formas de los cuerpos, ha sido la mujer y sus oficios más sencillos, más elementales, a los que la sociedad le había encomendado en principio, los que alentaron al artista a plasmar ese mundo en esa obra que se destaca universalmente, que impone un sello, que transforma esa realidad en idealidad erótica y clandestina del amor y que nos permiten encontrar en la mujer lavandera, la vendedora de pescado, de achiras, o la mujer en todas sus manifestaciones, como aquel ser especial dedicada y destinada en el amor a todas las formas y oficios que nos convocan al placer ilímite donde ella es energía y vitalidad de los sentimientos y del orden y que se ve reflejada en esculturas que le han dado sentido a la vida y al reconocimiento del otro.
Todo esto se suma en una forma por demás espontánea, en una denuncia sin proponérselo que es un mundo que nos aprisiona, cuando encontramos otro giro en sus obras como el grupo de los colonos, los desplazados, el hombre torturado que implora con sus manos al infinito, al dios que no le escucha, al dolor que no se contiene y que es parte de una realidad en la que sus propios congéneres existenciales han padecido y siguen padeciendo en nuestro mundo colombiano.
Quizá las enseñanzas de su lucha con la tierra, de su experiencia con la vaquería y muchos oficios que emprendió desde su infancia saboreando lo más noble y sencillo de los campesinos colombianos, lo llevaron a que en cierto momento se dedicara a hacer moldes de flores de papel, cuando se encontraba regentando la administración a sus escasos doce o trece años en la ciudad de Pereira y cerca de la galería central un pequeño hotel, y uno de los clientes habituales que vivía de ese negocio, le enseñó el oficio a cambio de alojamiento. Fue su creación la que encontró un camino y con la agilidad de sus manos y la complicidad de su propia familia, fue abriéndose paso hasta encontrar un mercado que lo llevó a recorrer parte de la geografía colombiana, era el mozalbete que no entendía los piropos que se encontraba en su paso y que hoy lo hacen sonrojar de sus historias.
Así se fue construyendo este hombre, hoy el reconocido escultor José Emiro Garzón Correa, quien salió de las tierras caqueteñas, de esa población que ha sido epicentro de muchos conflictos sociales y que colinda con el Huila, hoy cómplice silencioso del mundo embrujado de la Jagua en Garzón, y donde su creación y el reconocimiento de su obra luego de sesenta años de permanente actividad, ha roto las fronteras, ha abierto los espacios para reconocer esa nueva visión de un acendrado humanismo, de una denuncia y reclamo por la defensa de los derechos humanos, por un posicionamiento crítico de la vida y de las inclemencias, de los dolores y de las angustias, tanto las que lleva dentro, como las que encuentra a la vera del camino, con seres que conforman su entorno, que hacen de su vida los milagros de la existencia y que fortalecen a ratos, sus sueños de eternidad.
Es justo este reconocimiento que ahora se le hace, que podamos distanciarnos en forma quizá mágica de lo que es el hombre, el ser humano y sus conflictos, con sus obras plasmadas en arte y creación permanente de una espiritualidad que se forja y sirve de aliento para entender que nuestros conflictos internos, que nuestro dolor y nuestras angustias, no son solo la fuente de la soledad o de la tristeza que nos embarga y comunicamos al otro o los otros, sino que más allá de lo que somos, decimos o dejamos, hay una semilla, hay un orden, hay una voz para seguir, una imagen para contemplar, y no volver las fuerzas de la sinrazón contra la esencia de la creación.