Cada 40 segundos, una persona se quita la vida. Más de 800 mil personas se suicidan cada año, según la Organización Mundial de la Salud (OMS). Es decir que cada 40 segundos una persona muere por esa causa. “Sin embargo, como el suicidio es un asunto delicado, incluso ilegal en algunos países, muy probablemente exista subnotificación”, advierte el organismo. Sin duda las cifras del organismo internacional deben ser razón de sonora alarma en la sociedad, pese a que, por estos tiempos de tantas formas de morir, pareciera que ni siquiera la muerte sorprenda ya a los seres humanos. El hecho es que estamos en el planeta, inmersos en un mundo de relaciones de afecto, pasiones, amor y dependencias que cultivamos primordialmente entre familiares directos y consanguíneos y luego con amigos y por eso cuando sabemos que un conocido se suicidó, nos quedamos sin palabras y muchos, también, con indefinible dolor.
Según la Clasificación Internacional de Enfermedades – CIE – de la Organización Mundial de la Salud (OMS, 1993), del Manual Diagnóstico y Estadístico (DSM-5) y de la Asociación Psiquiátrica Americana (APA), la conducta suicida se considera un síntoma de un malestar o trastorno emocional o mental y no representa un diagnóstico en sí mismo y, en consecuencia, se debe revisar la presencia de otros síntomas emocionales o comportamentales que en conjunto hagan parte de su diagnóstico. El suicido se aprecia como un enigma tan ignoto, de insondable profundidad psicológica que gobiernos y científicos, amén de las familias y comunidades, nos devanamos los sesos en encontrar alternativas para prevenir este triste flagelo que golpea al ser humano. Una de esas terapias preventivas es la práctica de una religión o de una espiritualidad, entendiendo que una es diferente de la otra. Se puede ser espiritual sin tener una religión, y en muchos casos tener religión cohabita igualmente con la expresión íntima de espiritualidad.
Se estima que alrededor del 84% de la población mundial practica algún tipo de religión. La mayoría de las religiones se preocupan por temas relacionados con la vida y la muerte y, por consiguiente, pueden tener un impacto sobre el comportamiento suicida. Un informe de la Organización Mundial de la Salud sobre la prevención del suicidio destaca la función de las ideas y prácticas religiosas como factores protectores del suicidio. La Organización Panamericana de la Salud y la propia OMS, señalan que muchos estudios han puesto de manifiesto el vínculo entre la participación religiosa y aspectos de la salud mental en cuanto a la salud y la enfermedad, como la depresión, la autoestima, el sentido y finalidad (de la vida), la esperanza y el optimismo, y el consumo de alcohol. Es del caso mencionar que una religión mal comprendida también puede presentar riesgos de suicidio en alguien que cree haber descubierto que su vida no tiene sentido, más las cifras dan cuenta de un mayor impacto positivo de estas prácticas religiosas en la prevención del suicidio al tiempo que dan atractivo a la razón de existir.
Por eso es que en estos tiempos modernos es muy común ver comunidades nutridas, movimientos de tipo espiritual en todo el mundo que, a partir de un viaje interior buscan y encuentran un sentido trascendental a su existencia, verifican señales que les llevan a concebir que la realización humana está más allá de la materia y mucho más cerca de su propio espíritu. No es justamente un viaje a las estrellas exteriores sino a las profundidades de su propia consciencia, en un diálogo con su real ser interior profundo. Bien venidos los aportes del budismo y el hinduismo, del gnosticismo y de la sonoridad de los astros inmersa en la música de la nueva era. Frente a los agobiantes esquemas de alienación y esclavitud psicológica que imprime el sistema masivo de comunicaciones y redes sociales en internet, millones de jóvenes alrededor del mundo, hoy por hoy encuentran un camino que se abre entre la fatalidad del suicidio o la felicidad de una espiritualidad trascendente y vivificante.