Por: Toño Parra Segura
La columna de Toño
Próximos ya a la Pascua del Señor, el mensaje fuerte de este Quinto Domingo de Cuaresma nos coloca frente a la realidad de un Cristo, hijo de Dios que viene a dar la vida por la salvación de cada uno. Así nos prueba el Señor que el dar la vida es el mejor y único signo del amor que nos tiene.
El resultado de esta preparación cuaresmal depende de cada uno y Dios sin forzar la libertad sigue esperando nuestra conversión. La principal diferencia entre el antiguo pueblo y nosotros nos la propone hoy Jeremías en el carácter de interioridad con que apliquemos la palabra de Dios. Ya no hay tablas de piedra, ni rayos de luz, ni amenazas, ni discusiones jurídicas para saber lo que se puede hacer “en sábado”, porque ahora dice el Señor: “Pondré mi ley en su conciencia y la grabaré en su corazón”. Recordemos que en la mentalidad bíblica, el corazón no sólo es la sede de los sentimientos, sino centro de toda la vida espiritual de la persona, de su inteligencia y de su voluntad.
Con ese presupuesto del amor por dentro, haciendo la conversión podemos entender mejor la exigencia de dar la vida para ganarla.
El morir a algo para estar y seguir vivos es la marcha hacia la liberación que nos propone la Pascua. En muchas ocasiones Jesús preparó a sus discípulos para subir a Jerusalén, escenario de su muerte y de su resurrección pero nunca lo tomaron en serio. Los griegos que querían conocerlo a través de Felipe, esperaban que El estuviera de acuerdo con su sabiduría humana de ideas y razones, pero seguramente se desilusionaron cuando le escucharon la parábola del grano de trigo.
No es el resultado triunfalista que esperaban los hijos del Zebedeo, cuando le exigían los primeros puestos en el Reino. Es bajar como la semilla insignificante, dejarse triturar para que se vea después la espiga esbelta y llena de vida.
El camino de la cruz como el de Jesús es seguir los pasos de sus tres años de evangelización donde El enseñaba y vivía la misión de su Padre: pobreza, humildad, desinterés, servicio y entrega a los más necesitados y enfermos.
Esa es la vía si queremos ser glorificados después, como Él lo promete en el Evangelio. La voz del Padre que resonó para su glorificación, era para ellos más que para Jesús, ratificado ya entre luces y vestidos blancos en el Tabor. La Pascua es la meta de nuestra glorificación, si pasamos ahora con el peso de la cruz personal. El camino de la cruz, “el vía-crucis diario” nos tritura, nos muele, nos hace desaparecer como la semilla, para convertirnos de egoístas en solidarios, de orgullosos en humildes, de prepotentes en sencillos y de mandones en servidores. Esa es la muerte que nos glorifica desde ahora, para cuando nos muramos seamos levantados en alto, pegados al testimonio del que nos amó hasta dar la vida por nosotros.
Morir estando vivos es sacrificar el tiempo, los apegos de toda índole, es pensar en que los demás pueden ser mejores que nosotros, es sufrir para que el otro viva, es desprenderse de las cosas para no volverlas motivos de idolatría, es querer todo el bien para el otro.
Los espectáculos de fanatismo religioso oriental con la inmolación física para complacer a su dios, no son del todo despreciables para nosotros, que a pesar de tanto amor de Dios, seguimos pidiéndole que nos quite el sufrimiento y que ojalá Él se baje de la cruz. Muramos desde ahora para resucitar con el que es “La Vida”.