La columna de Toño
Por P. Toño Parra Segura – padremanuelantonio@hotmail.com
Los saduceos, colaboradores frecuentes de los romanos, procedían de la burguesía de Jerusalén, próxima al templo, y sólo aceptaban las leyes del Pentateuco, pero no daban importancia a los profetas, ni a otros escritos, ni a la tradición oral; por eso se oponían al tema de la resurrección y eran enemigos de los fariseos.
Al encontrarse con Jesús, que repetirá después «Yo soy la resurrección y la Vida» ridiculizan la ley del levirato (Dt. 25, 5-10) que obligaba al hermano de un difunto a casarse con la viuda, para darle hijos y evitar que los bienes pasasen a otras manos distintas de la misma familia. Esta ley la presentaron con exageración de siete candidatos a casarse con la misma viuda.
Vemos como la palabra de Dios da para todo, en tiempos de Jesús y también ahora.
Jesús afirma la dimensión trans-histórica y escatológica del cristianismo porque Él es «el hombre nuevo» que, si pasó por la historia del hombre pecador, fue para crearle «un cuerpo espiritual» (1Cor. 44, 51-53) con promesas futuras de un reino de Dios definitivo, pero que se inicia y se va construyendo en la historia.
Suficientes textos tanto del Viejo como del Nuevo Testamento tocan este tema de la resurrección que es siempre actual, mientras estemos en el tiempo. Varios profetas en especial Ezequiel habla claro de esa promesa que dará vida a los huesos secos y que Jesús completará diciendo »Yo vine para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn. 10,10); todo hombre que cree en Mí, aunque haya muerto, vivirá (Jn. 11,24; 6, 40).
Para San Pablo el tema de la resurrección es fundamental para la fe. Sin este tema, la fe sería vana, e inútil la esperanza.
La gran promesa de Jesús es la raíz de nuestra vocación a la vida eterna. La vida que nos dio Jesús es abundante, insaciable, inagotable, y está fuera de los límites del tiempo y de la materia. La resurrección más que un acto milagroso, que también lo es, es el triunfo de la vida. Es la eclosión definitiva de las semillas de la vida que Cristo injertó en la historia (Puebla 195,197).
¿Lo que nos pasa es que por mala memoria se nos olvidó la respuesta que dieron nuestros padres en el Bautismo cuando el sacerdote les preguntó “qué te da la fe”? Ellos contestaron por nosotros: »La vida eterna». Ahora, como los antiguos saduceos ridiculizamos y repartimos por etapas la vida, o creemos que todo termina con la muerte.
Decimos con buena intención pero con poca profundidad: Sí creo en la «vida venidera» «la vida después de la muerte» «el más allá». Pero nos estresa el mañana, el fin del año, el futuro. Si la meta clara es la vida eterna, esa vida debe ser alcanzable desde ahora, en el sitio donde me encuentro, porque la vida eterna es la vida en Dios, y Dios es «un Dios de vivos y no de muertos».
La cremación de cadáveres, el culto a los muertos, tradicional y emotivo nos insinúan las mismas preguntas que le hicieron a Jesús: ¿Será cierto?, con qué cuerpo voy a resucitar si lo pueden meter a uno en un cofre de 25 x 20 cm? Ya estamos en la vida eterna; alimentemos la esperanza del goce definitivo en Dios, sin falsas alarmas, sin SOS, sin amenazas, que por todas partes escuchamos aún de personas muy importantes de la Iglesia.
«No temáis» dice el Señor. Ya somos eternos, porque nacimos señalados como hijos de Dios y no después de la muerte física, Cristo nos resucitó y vamos a estar con Él. «Quiero que dónde Yo esté, allí también estéis vosotros».