Con la destreza de un ejecutivo moderno, Jesús quiere cambiar no sólo la mentalidad de sus apóstoles, sino la profundidad de sus intenciones, porque después ellos van a ser su reemplazo en la empresa de su Iglesia.
En tres años los prepara y con una pedagogía humano–divina logró con solo doce apóstoles, ninguno de ellos súper–estrella, cambiar el mundo.
Podemos seleccionar dos ideas claves en el mensaje de este Domingo 26 del tiempo ordinario. En la primera lectura del libro de los Números y en el Evangelio notamos la similitud de situaciones tanto de Moisés con los dos que se quedaron fuera de la tienda cuando llegó el espíritu de Dios, como en el caso de Jesús, cuando Juan le dice muy nervioso, que por ahí andaba uno echando demonios en su nombre. Los de Moisés estaban profetizando porque también sobre ellos vino el Espíritu, y el de Juan hacía milagros.
En ambos casos resultan celos religiosos. La respuesta de Moisés a Josué es contundente: “Ojalá todos profetizaran, tienes celos de mí?” y la de Jesús, miren: si uno hace milagros en mi nombre, no se lo impidáis, pues ese tal no puede estar en mi contra.
Nadie tiene la exclusiva del Espíritu Santo; lo que pasa es que anteponemos la vanidad y los intereses personales, al bien común. El ghetto religioso no puede ser obstáculo para la obra del Espíritu que viene de Dios. Recordemos las palabras de Jesús a Nicodemo “El viento sopla donde quiere y oyes su voz, pero no sabes ni de dónde viene ni a dónde va. Así es todo aquel que nace del Espíritu” (Jn. 3,8).
La obra de Dios no es egoísta, al contrario respeta, descubre y valora cuánto hay de bueno en el mundo, porque todo proviene del mismo Espíritu.
El auténtico hombre de Dios es abierto, generoso, de ideas amplias. No se empecina solamente en lo suyo, si bien lo considera auténtico, sino que es capaz de valorar cuánto hay de auténtico en los demás; nunca se ahoga en nombres ni en etiquetas: “católico, anglicano, cristiano, ortodoxo”, sino que trata de descubrir el espíritu que está por dentro de cada persona. Esto se llama ecumenismo que lo debemos tener fresco los depositarios del mensaje del Concilio Vaticano II.
El vaso de agua dado a alguien que sigue a Jesús es lo que basta y no las distinciones odiosas ante la salvación que es para todos.
Y la segunda idea: Si debemos ser amplios con los demás para integrarlos en la tarea del Reino, debemos ser exigentes con nosotros mismos, para renunciar a todo aquello que nos pueda alejar del camino de Dios.
“El pie, la mano o el ojo” representan aquí más que los miembros naturales del cuerpo, las actitudes internas, porque el hombre es un solo todo y Dios quiere salvarlo y sanarlo integralmente. Todo lo que nos impida crecer en la libertad y en amor debe ser cortado. Jesús utiliza ese término para que entendamos el valor absoluto del Reino, porque si lo buscamos con sinceridad, “todo lo demás vendrá por añadidura”. Tenemos que eliminar, destruir y reducir el escándalo, o sea los motivos para alejarnos o alejar a los demás del camino hacia Dios.
No tengamos celos de los carismas de los demás, si vienen del Espíritu; seamos abiertos como Jesús y Moisés y evitemos todo escándalo en nosotros que pueda alejar a alguien del camino recto. Ojalá que la Palabra nos vaya cambiando en el modo de pensar y en las actitudes coherentes de nuestra vida cristiana.