Samuel Gutiérrez
La corrupción en Colombia es un cáncer que ha permeado todas las esferas de nuestra sociedad, desde los niveles más altos del gobierno hasta los estratos más bajos. El reciente escándalo en la Unidad Nacional de Gestión del Riesgo, donde se desviaron 380 mil millones de pesos para comprar votos en el Congreso, es solo la punta del iceberg de un problema estructural que nos agobia desde hace décadas. Este caso, asociado con las reformas del presidente Gustavo Petro, ha erosionado aún más la confianza del pueblo en sus instituciones, sumiendo al país en un abismo de desconfianza y desesperanza.
Colombia parece atrapada en un ciclo perpetuo de corrupción. La percepción de que nuestra sociedad es corrupta por naturaleza se ha arraigado profundamente, llevándonos a un estado de resignación peligrosa. Sin embargo, es fundamental entender que la corrupción no es un mal inherente a nuestro ser como colombianos, sino el resultado de sistemas y estructuras que fomentan la impunidad y la falta de transparencia.
El desfalco en la Unidad Nacional de Gestión del Riesgo es un claro ejemplo de cómo los recursos destinados a mejorar la calidad de vida de los ciudadanos terminan en los bolsillos de unos pocos. Este tipo de escándalos no solo desangran las arcas del Estado, sino que también destruyen la credibilidad de las instituciones, alimentando el cinismo y la apatía entre la población. Cuando los ciudadanos pierden la fe en sus líderes y en el sistema, la cohesión social se debilita y la democracia se ve amenazada.
Para cambiar esta trágica realidad, es imperativo implementar reformas profundas y estructurales. Primero, necesitamos fortalecer los mecanismos de control y supervisión. La transparencia en la gestión pública debe ser la norma, no la excepción. Esto incluye el establecimiento de sistemas efectivos de rendición de cuentas y la creación de organismos independientes de control con el poder de investigar y sancionar sin interferencias políticas.
Además, es crucial fomentar una cultura de integridad desde la base. La educación juega un papel vital en este aspecto. Desde las aulas, se debe inculcar en los jóvenes valores de honestidad y responsabilidad cívica. Programas educativos enfocados en la ética y la ciudadanía pueden contribuir a formar generaciones menos proclives a la corrupción.
Finalmente, la sociedad civil debe jugar un rol activo en la lucha contra la corrupción. Organizaciones no gubernamentales, medios de comunicación y ciudadanos deben vigilar y denunciar los actos corruptos. La participación activa y el empoderamiento ciudadano son esenciales para crear un ambiente donde la corrupción no tenga cabida.
El camino para erradicar la corrupción en Colombia es largo y complejo, pero no imposible. Requiere voluntad política, cambios estructurales y un compromiso inquebrantable de todos los colombianos para construir una sociedad más justa y transparente. Solo así podremos romper las cadenas que nos atan a este ciclo vicioso y avanzar hacia un futuro en el que la confianza en nuestras instituciones sea restaurada.