Se puede traducir el título de esta columna en sano criollo: hecha la ley, hecha la trampa. Los colombianos y en general los latinoamericanos, somos proclives a acomodar las leyes a nuestros intereses personales. Tenemos una mentalidad de esclavos; cumplimos si el verdugo está presente. ¡Ah, la cultura ciudadana es un discurso fatuo! La frase: “¿Usted no sabe quién soy yo?” resulta un axioma cultural. Romper la fila, irrumpir en la fila, llegar el primero a la ventanilla, es el pan de cada día. Las normas de tránsito se cumplen si está el policía: se irrespetan las cebras, se pasa el semáforo en rojo, se adelanta por la derecha, se conduce por la franja izquierda, se estaciona donde se dé la gana, se pone música a todo volumen y que los demás aguanten mi gusto musical, se barre hacia la calle y se bota la basura en el espacio del vecino, etc., etc. ¡Qué horror! La ley es para los otros y la aplico cuando me conviene; hay mucha venalidad en la justicia: la policía sorprende a un delincuente en fragancia y más tiempo se gasta en presentarlo que en soltarlo. Con frecuencia la víctima se judicializa y el victimario queda libre. Para ingresar a un gran centro comercial aparece un enorme letrero: SALIDA Y ENTRADA. Vea usted, un buen número de personas entra por LA SALIDA y otro buen número de personas sale por LA ENTRADA. Mire usted las escaleras eléctricas: la mayoría de la gente se ubica en el lado izquierdo y justo, el otro se hace a la derecha, no dejando pasar a nadie: ¿usted es el dueño de la escalera? Definitivamente este pueblo es un pueblo indómito, no lo “domestica” nadie; excúseme, no lo educa nadie. Vaya usted al Japón: ¡qué cultura! Un país tan pequeño y lleno de habitantes, ¡ah!, pero el espíritu cívico de sus ciudadanos es ejemplar. Nadie bota un papel en la calle, todo el mundo respeta las cebras y el semáforo; el espacio público se respeta, usted puede pasear por un parque y no encuentra basura; la gente si sale con perros le recoge las heces; los ríos y arroyos son claros y cristalinos, nadie los contamina. Es un pueblo con recia disciplina, -claro, perdieron la guerra, supieron qué es sufrir-. Definitivamente la buena vida cansa y la mala amansa. ¿Será que es necesario sufrir para entender la vida? Los hijos de la postguerra europea, se caracterizaron por ser una generación disciplinada, el trabajo productivo era el lema de su vida y como el ave fénix levantaron los escombros dejados por la guerra en dos décadas. Entendieron que se estimulaba la productividad no la mendicidad. Entendieron que la honestidad es una regla valiosísima del progreso humano. El plan Marshall fue optimizado al máximo, no le cayeron como cuervos a saquearlo; cada dólar produjo el ciento por uno; no lloraron la puesta del sol, gozaron contemplando las estrellas en medio de la oscura noche de las consecuencias de la guerra. No fueron reactivos, fueron propositivos y dieron resultados. No cayeron en dictaduras de partido o en ideologías marcadas por el odio.