El Catecismo de la Iglesia Católica dice en su número 2277: “Cualesquiera que sean los motivos y los medios, la eutanasia directa consiste en poner fin a la vida de personas disminuidas, enfermas o moribundas. Es moralmente aceptable”. Bien vale la pena recordar esta enseñanza de la Iglesia, inspirada en la Sagrada Escritura -la Biblia- y en la milenaria experiencia que tiene en el acompañamiento de quienes más sufren. Y vale la pena hacerlo cuando se le sigue dando paso a esta práctica y se le sigue dotando de toda clase de instrumentos jurídicos para que se convierta en un procedimiento más de la medicina, aunque, paradójicamente, renunciando a proteger y abriendo el camino de la aniquilación de las personas.
Esta enseñanza de la Iglesia, como otras tantas respecto de la vida y la moral, están hoy bajo una presión enorme que incluso hace dudar a algunos creyentes y aun pastores y doctores. Ha ido haciéndose cada vez más preponderante una posición sobre todo emotiva, más que racional y espiritual, ante los enfermos que padecen grandes sufrimientos o enfermedades incurables. Y bajo la sombrilla de que “no sufra más”, se han abierto las puertas de la eliminación de la persona. Por desgracia también se descubre en esta actitud, en el fondo, un medio para librarse de los sacrificios, esfuerzos y también los sufrimientos de quienes son más cercanos al enfermo grave y, dirán ellos, pues nada mejor que dar por terminado el asunto y ya nadie sufre más: “ni él ni nosotros”. A esto nos ha llevado la noción de que la vida es únicamente para gozarla y de lo demás no queremos ni enterarnos.
Nunca como ahora hubo tantos medios para aliviar el sufrimiento de las personas con enfermedades incurables o terminales. Se suelen denominar cuidados paliativos y logran resultados extraordinarios para que el final de la vida no sea tan dramático. Entre esos cuidados está la firme y cercana compañía de la familia y del cuerpo médico (ya no incluimos al Estado), que tienen que ser capaces de comunicarle al enfermo que lo cuidarán hasta el final, sea cual fuere su situación, y que nunca harán nada para acabar con su vida, aunque él lo pida. Si esto no es así, la vejez, las enfermedades graves, las hospitalizaciones, las salas de cuidado intensivo, lejos de ser puntos de apoyo para los enfermos, se irán convirtiendo en una fuente de temor y amenaza para cada uno de ellos.
En tiempos duros contra la vida, los cristianos de verdad, tenemos que formar una primera línea para defender, si es necesario con la propia vida, la vida de todos. Si desaparece la verdadera misericordia, con la que se unge especialmente a los más débiles, no cabe esperar nada decente de la existencia. Al paso que vamos, muy pronto el único refugio de los enfermos y moribundos será la fe y la agonía interminable en su alcoba pues por fuera de ella quieren aniquilarlos… ¡los que más los quieren!