Por: Luis Alfonso Albarracín Palomino
Cuando el ser humano termina la crianza de sus hijos, se inicia una etapa interesante donde empezamos a quedar solos, porque los hijos conforman sus hogares a la distancia, pero que tenemos la gran satisfacción de haber contribuido con su procreación y por supuesto con su formación para que puedan ser personas que afronten individuamente las responsabilidades ante la sociedad y así forjar su porvenir. Cuando nacen los nietos, lo convierten en abuelo y se inicia una de las experiencias más hermosas de la vida. Cuando nuestros hijos(as) se convierten en padre y madre, empezamos a vivir un éxtasis maravilloso, porque volvemos a recordar aquellas épocas de la niñez que vivimos en los primeros años de nuestra existencia y la que nos tocó vivir con la crianza de nuestros hijos.
Desafortunadamente en estos tiempos modernos, en muchas ocasiones nuestros hijos empiezan a abandonarnos y en varias ocasiones solo acuden a sus padres cuando necesitan de su apoyo económico. Quedamos relegados a un segundo plano y en sus agendas no se vuelve a notar su presencia en nuestros hogares. Pero ocurre un hecho trascendental para nuestras vidas. Nacen los nietos. Y ahí es cuando comienza la verdadera alegría de vivir, porque nace una nueva razón y esperanza para seguir existiendo. Entonces empiezan a aparecer la presencia de nuestros hijos en los hogares donde convivimos el resto de nuestras vidas. Gracias a la experiencia que hemos adquirido, nos volvemos guías imprescindibles tanto para los nuevos padres, como para esa nueva personita que acaba de nacer. Es un nuevo rol que vamos a desempeñar y por eso debemos estar preparados para eso. No debes sentirnos mayores, sino orgullosos y felices de ser abuelo, pues los nietos se convierten en la razón de vivir. Aparecen nuevos sentimientos en nuestros corazones que van a permanecer para siempre en el resto de nuestra existencia.
Podemos llamarlos los segundos hijos y empiezan a convertirse en el motor principal de una etapa de nuestras vidas, de una manera especial, porque con nuestra experiencia y los conocimientos adquiridos, hemos contribuido para dejar una huella en este mundo y estaremos dispuestos para colaborar a nuestros hijos, con la formación y orientación de nuestros nietos. En el futuro estaremos orgullosos y felices de irradiar el disfrute de ser abuelo. Pero, desafortunadamente las manecillas del reloj no se detienen. Los años van llegando. Para muchos abuelos, empezamos a sentir un vacío profundo por la ausencia de nuestros hijos y por ende, de nuestros nietos. Empezamos la edad del cóndor: con dolor aquí y con dolor allá. No podemos sustraernos a esta fase decadente de nuestras vidas. Inclusive pasamos a un segundo plano. Ya no existe esa relación estrecha con nuestros hijos cuando tuvimos la oportunidad de contribuir a los procesos de crianza y formación.
Después que empieza a aparecer el ocaso paulatino de nuestras vidas, solo se aparecen no para visitarnos, sino para solicitar ayuda económica, para satisfacer sus intereses personales y vanidades. Claro está que esta situación no ocurre en todos los hogares. Muchos abuelos son acompañados hasta su fallecimiento. Lo que no acepto, es que muchos hijos e inclusive sus nietos cuando llegan a su edad adulta, la solución es llevarlos a un asilo o a una casa de reposo. Allí los alojan, y se olvidan de ellos. Es absurdo que exista esta deshumanización con los seres que les dieron su vida y que padecieron en otrora, alegrías y tristezas para llevarlos a una etapa de florecimiento y de éxitos. Considero importante que el gobierno nacional, mire objetivamente la suerte que están corriendo miles de abuelos que se encuentran en dichos lugares, olvidados por sus familiares, pero que la sociedad no los debe olvidar. Protejámoslos